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Mil palabras de Azorín General Series

Mil palabras de Azorín (T, V, Z)

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Última entrega de la serie, con términos que empiezan en T, en V y en Z. Suman un total de trece capítulos con una selección de recias palabras azorinianas. El autor ha reunido más de mil en un libro que merece impresión de una editorial culta. El trabajo de Rafael Escrig le ha obligado a zambullirse en diccionarios antiguos y modernos, en libros españoles e hispanoamericanos de siglos atrás y del presente. El curioso y dilecto lector disfrutará de la serie.

Rafael Escrig

TUMBAGAS.

Del árabe tunbak, similor.

Corominas nos dice que esta voz procede del malayo tambaga, cobre, que a su vez, parece ser alteración del sánscrito, Tamraka.

Sortija hecha con una liga, o aleación, metálica muy quebradiza, compuesta de oro y de igual o menor cantidad de cobre, que se emplea en joyería.

La tumbaga es el nombre que los españoles le dieron a una aleación de oro y cobre que fabricaban los orfebres indígenas de América. Son variados los textos que llaman tumbaga a lo que se conoce como oropel, alatón, latón o latón rojo, dependiendo de sus aleaciones. Fueron numerosas las culturas precolombinas que destacaron por su fina orfebrería, como la de Tolita, la Tairona o la Quimbaya, todas ellas utilizaron la tumbaga para elaborar diferentes objetos ceremoniales y de adorno.

Una referencia a esta palabra, la encontramos en el “Tesoro de Cabezón” que fue hallado en 1963, en el término municipal de Cabezón de Pisuerga a doce kilómetros de Valladolid. Enterrado, presumiblemente, en tiempos de la la Guerra de la Independencia, reúne 188 joyas diversas de oro y plata y 73 monedas de oro. En la descripción de su catálogo, podemos leer que: “Se incluyen cinco alianzas de oro, con decoración cincelada que muestra rombos lisos enmarcados por triángulos rayados. Los dos aros lisos, que parecen de bronce, podrían interpretarse como tumbagas, unos anillos hechos con una aleación de oro y cobre de ley muy baja.

“El no se asustaba; ya sabía que era Mari Juana; porque, desde el primer día, la conoció por las recias tumbagas de oro que estas manos llevaban en los dedos. ¿No lo hemos dicho? Sí, sí; Mari-Juana no tenía más que un defecto: era aficionada a las joyas, a los trajes vistosos. En sus manos llevaba unos anillos de oro, y los colores de sus trajes eran de lo más llamativos.”

Tomás Rueda, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 554.

UNAMUNESCO.

Perteneciente o relativo a Miguel de Unamuno.

Se trata de una palabra “deonomástica”, es decir, que designa aquel sustantivo común o adjetivo que deriva de un nombre propio.

La formación de adjetivos relacionados con personajes famosos, literarios, históricos…, o fundadores de escuelas y corrientes filosóficas, históricas, etc. Se forman con un sufijo: -esco, -iano, -ista, -ico, -eño, etc. Así pues, tendríamos de Victor Hugo, huguesco, de Lope de Vega, lopesco, de Miró, mironiano, de Neruda, neruniano, de Goya, goyesco, de Napoleón napoleónico, de Velazquez, velazqueño, de Petrarca, petrarquista, de Galdós, galdosiano, de Salomón, salomónico, de Cervantes, cervantista, de Azorín, azoriniano. Como podemos ver, el sufijo cambia según el carácter del adjetivo. Así con el sufijo –esco en los adjetivos, se indica relación o pertenencia y a veces tiene un matiz despectivo, pero al formar los adjetivos deonomásticos pierde dicho matiz y sólo indica la pertenencia o la relación con la persona correspondiente; cervantesco, quevedesco, unamunesco…

El escritor y poeta sevillano Rafael Cansinos Assens (1882-1964), en su libro La nueva literatura española, habló de toda esa pléyade de grandes autores españoles, entre otros: de Azorín, de Valle-Inclán, de Baroja, de J.R.J., entre muchos otros, y cómo no, de Unamuno y de todo lo unamunesco en su literatura:

“Y véase como este genio unamunesco, tan complejo, ha podido ser una vez el espejo de nuestro genio español. Pero lo ha sido también otras veces: en las páginas de sus libros ha resucitado media España muerta y ha iluminado media España desconocida. Su significación primordial ha sido –como en Baroja y Azorín- continuar el renacimiento ideológico español iniciado por Ganivet, del que fue contemporáneo.”

Y es el propio Unamuno quien, en una de sus historias: “Un pobre hombre rico o el sentimiento cómico de la vida”, incluida en su novela San Manuel Bueno, mártir y tres historias más, nos da una muestra deonomástica, con la palabra martineziana (de Martínez), diciéndonos así:

—Y lo curioso, Celedonio, es que fuera de eso usa siempre palabras de simple sentido, y no tiene recámara alguna…

—Que te crees tú eso, Emeterio…

—Sí; es, aparte lo físico, completamente Martínez.

—Sí, su metafísica es paternal, martineziana. Pero, ¿y no hay entre las dos parejas competencia?

“En sus cartas, Miguel de Unamuno solía enviarme algún poema recién salido del horno. Por ejemplo, en una carta fechada en Bilbao el 10 de septiembre de 1909, me manda un poema que he visto publicado con variantes. El poema, sin título, es muy unamunesco. Hace pensar y hace sentir. La música falta –no la tenía Unamuno, poeta-, pero ahí está la vibración filosófica que deja en el espíritu una inquietadora resonancia.”

Madrid, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 969.

VEGUERO.

De vega. Antigua voz común al castellano, portugués y sardo, que procede probablemente del prerromano baika, terreno regable y a veces inundado, derivada de ibai, río, conservado hasta hoy en vasco, y con el sufijo –ko, –ka, que indica pertenencia. Parte de tierra baja, llana y fértil.

1. Perteneciente o relativo a la vega.

2. Persona que trabaja en el cultivo de una vega, especialmente en el cultivo del tabaco.

3. Cigarro puro hecho de forma rústica, con una sola hoja de tabaco enrollada que le sirve de capa y de tripa.

En Cuba, a los productores o cultivadores de tabaco, se les denominó vegueros. Estos labradores eran emigrantes blancos oriundos de las Islas Canarias y de Andalucía, que de acuerdo con el cupo que el Gobierno español había estipulado para repoblar aquellas tierras, se dedicaban con sus familias a la siembra y cosecha del tabaco. Por extensión también se llamaron y se llaman vegueros a los cultivadores españoles en las Islas Canarias. El término todavía se usa en Cuba para designar la finca de un campesino.

Las explotaciones tabaqueras se efectuaban en pequeñas zonas de las tierras bajas y fértiles que se denominaban tabacales, en lugares cercanos a los ríos que, con sus aportes, hacían de fertilizantes naturales. Con posterioridad, a esas zonas se les aplicó el nombre de vegas, con el cual se conocen en la actualidad. Fue durante la primera centuria de nuestra colonia, según las noticias, cuando se iniciaron las explotaciones de las primeras vegas, en el año 1614.

Desde esos primeros momentos los canarios que comenzaron su asentamiento en Cuba, fundaron pequeñas colonias en las orillas de ríos y torrentes –las vegas de producción- que con el paso del tiempo fueron creciendo con la llegada de más colonos hasta el siglo XVIII. Las poblaciones más destacadas donde estos colonos canarios se asentaron, fueron: Jesús del Monte (donde hubo una conocida, por trágica, sublevación de los vegueros que protestaban contra el gobierno español de Felipe V por sus imposiciones en la compra del tabaco convertido en monopolio), Santiago de las Vegas, El Calvario, Bejucal, Güines, Matanza, Camajuaní, Placetas, Santo Domingo y Nuevitas, entre otras.

“El clérigo ambulatorio parece absorto en hondas y dolorosas meditaciones. Es alto; viste sotana manchada en la pechera a largas gotas; tiene liado el cuello en recia bufanda negra; sus mejillas están tintadas en finas raicillas rojas, y su nariz avanza vivamente inflamada. Bajo el bonete de agudos picos, caído sobre la frente, sus ojos miran vagorosos y turbios… Hondas preocupaciones le conturban; arriba, abajo, dando furibundas pipadas al veguero, pasea nervioso por la estancia. Y un momento, se detiene ante el clérigo sentado y pregunta, tras una ligera pausa en que considera absorto la ceniza del cigarro:

—¿Tú crees que el macho de José Marco es mejor que el mío?”

El interpelado no contesta. Y el alto clérigo prosigue, en hondas meditaciones, sus paseos. Después añade:

—Hemos estado cazando en el Chisnar José Marco y yo. José Marco ha muerto siete perdices, yo dos… ¡Mi macho no cantaba!”

La Voluntad, Madrid, Biblioteca Nueva, 1939, pag. 27.

VENERA.

Del latín venerĭa, cierta concha relacionada con Venus.

1. Concha semicircular de dos valvas, una plana y otra muy convexa, con dos orejuelas laterales y catorce estrías radiales que forman a modo de costillas gruesas.

2. Insignia distintiva que traen pendiente al pecho los caballeros de cada una de las órdenes.

Joya colgante que se prendían al pecho, en su mayoría, los caballeros de las órdenes militares y ciertas damas de la nobleza. Llamadas por extensión veneras o encomiendas.

Son específicas de la joyería española. Pueden considerarse joyas mixtas entre el mundo profano y el devocional.

En origen, las veneras, eran hábitos y distintivos de las órdenes militares de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa, a las que se añaden las de San Juan, Malta y el Espíritu Santo. El nombre de venera hace alusión a la concha de peregrino o vieira, distintivo específico de la orden de Santiago. En el siglo XVII eran un signo de distinción social, privativas de los nobles y sugerían la limpieza de sangre y nobleza.

Una venera y sus lazos, con diamantes en campo de porcelana, aparece en la testamentaría de Velazquez y su mujer, Juana Pacheco.

“Clara María: tú hablas como si estuvieras soñando; todos soñamos; yo sueño ahora como no he soñado nunca; para que tengas recuerdo de este sueño te voy a regalar esto: una venera de granates como la roja venera de Santiago que yo llevo al pecho. No ha habido nada más, absolutamente nada más, en esta escena: ha durado diez minutos; el rito tradicional se había cumplido.”

Para el diario “ABC”, Madrid, 19/9/1950.

El Cinematógrafo, Valencia, Pre-Textos. Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1995, pag. 85.

“Salón suntuoso en Palacio. Tapices, muebles de ébano, braseros de plata. Señoras con veneras de diamantes sobre el negro terciopelo. Sabandijas, es decir, enanos, corcovados, bufones. En el fondo, sentado bajo un dosél, un caballero de larga melena rubia y subidos bigotes. (¿Se pone colorete para encubrir su palidez?) Aire triste y absorto. Llega a la puerta un caballero con una bandeja y una taza de plata; las entrega a otro caballero que hace una reverencia y las recibe; el cual las pasa a otro que se inclina y las coge; y éste las tiende a otro… El caballero del dosel coge la taza, la lleva levemente a los labios y la coloca otra vez en la bandeja con un gesto de cansancio y desdén.”

Al margen de los clásicos, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 1077.

VETUSTA.

Del latín vetustus, viejo y éste de vetus, -eris, veterano.

Muy antiguo o de mucha edad. Extremadamente viejo, anticuado.

En la simbología azoriniana, lo vetusto está relacionado con el inexorable paso del tiempo. Así como las nubes, el ferrocarril o las campanas, representan el paradigma de ese fatalismo, el adjetivo vetusto añade un tanto de tristeza a los nombres que acompaña; algo de desconsuelo y pesimismo que va más allá de la nostalgia por el tiempo pasado, dándole una pátina de antigüedad irrecuperable. Las nubes volverán a pasar, igual que el ferrocarril, pero cuando algo es extremadamente viejo; cuando es vetusto, el único camino que le queda el la extinción, y esa idea es la peor, por más inevitable.

En La Ruta del Quijote la palabra vetusto, con sus derivados, se repite 16 veces, todas ellas en contextos parecidos: caserones vetustos, las vetustas alamedas, del vetusto reloj, otros molinos vetustos, este aire de vetustez, un vetusto caserón, un caserón vetusto, vetusto y formidable, un caserón vetusto, unos coches vetustos, la casa es vetusta, los molinos surgen vetustos, el vetusto aparato, aparecen vetustas y redondas portaladas, este pueblo vetusto, una iglesia vetusta. En todas ellas se refleja el fatalismo, la tristeza y el pesimismo de que hablábamos.

“Noche de Jueves Santo. A las diez. Azorín ha ido con Justina a visitar los monumentos. Hace un tiempo templado de marzo; clarea la luna en las anchas calles; la ciudad está en reposo. Y es una sensación extraña, indefinible, dolorosa casi, esta peregrinación de iglesia en iglesia, en este día solemne, en esta noche tranquila de esta vetusta ciudad sombría.”

La Voluntad, Madrid, Biblioteca Nueva, 1939, pag. 85.

“Aquí y allá, en las blancas paredes, grandes fotografías pálidas de viejas catedrales españolas: la de Toledo, la de Santiago, la de Sigüenza, la de Burgos, que asoma sobre la espesa alameda sus germinados ventanales y espadañas floridas; la de León, que enarca los finos arbotantes de su ábside sobre una oleada de vetustas casuchas con ventanas inquietadoras…”

La Voluntad, Madrid, Biblioteca Nueva, 1939, pag. 128.

“Cantan a lo lejos los gallos. De pronto vibra en los aires una campanada, larga, grave, sonora, melodiosa; y luego, al cabo de un momento, espaciada, otra, y después otra, otra, otra…

—Esto es la agonía –dice una vieja. Y el anciano torna a mover la cabeza, y exclama:

—La agonía de la muerte…

Y sus palabras, lentas, tristes, en este pueblo sin agua, sin árboles, con las puertas y las ventanas cerradas, ruinoso, vetusto, perecen una sentencia irremediable.”

Antonio Azorín, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 278.

“Yo me he detenido un instante, gozando de las sombras azules, de las ventanas cerradas, del silencio profundo, del ruido manso del agua, de las torres, del revolar de las golondrinas, de las campanadas rítmicas y largas del vetusto reloj.”

Los Pueblos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1935, pag. 15.

“Y en la estación, a la llegada, tras una valla, he visto unos coches vetustos; unos de estos coches de pueblo, unos de estos coches en que pasean hidalgos, unos de estos coches desteñidos, polvorientos, ruidosos, que caminan todas las tardes por una carretera exornada con dos filas de arbolillos menguados, secos.”

La Ruta del Quijote, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 437.

“—¡Hay, Señor!

Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos y sombríos? ¿Recuerda las callejas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros –estos buenos amigos nuestros- con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías –las queridas herrerías- que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un obscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos, a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del otoño? Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?”

La Ruta del Quijote, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 409.

VIÁTICO.

Del latín viaticum, de via, camino.

Prevención en especie o en dinero, de lo necesario para el sustento del que hace un viaje.

Corominas, nos dice que: viático es el duplicado culto de viajata.

En el Diccionario de Autoridades de 1739, encontramos la entrada. “Viático, La prevención en especies, ú en dinero de lo necessario para el sustento, que lleva, ú se le dá al que hace viage.”

Viene aquí piri pintada la conocida frase del filósofo y humanista Michel de Montaigne (1533-1592) -tan querido y admirado por Azorín-, donde incluye el vocablo viático: “Los libros son el mejor viático que he encontrado para este humano viaje.”

“Llevan estos carros una barjuleta a la derecha, donde se pone la botija con agua; a la izquierda, en otra barjuleta, van las provisiones del viático. El ruido que hacen estos carros es sonoroso, estruendoso; al rechocar en los hondos y pedregosos relejes, su voz se extiende y repercute largamente.”

Los Valores Literarios, Buenos Aires, Editorial Losada, 1944, pag. 199.

VIOLETA.

Del francés violette, derivado del francés antiguo viole, del latín viola, viola, violeta.

Planta herbácea perenne “Viola odorata”, de la familia de las violáceas. Se aplica tanto a su color como a su perfume.

ERUDITO A LA VIOLETA.

Frase hecha. Se aplica a la persona cuya cultura y erudición es superficial. Hombre que solo tiene una tintura superficial de ciencias y arte.

Se denomina así a los que, a pesar de aparentar gran cultura, sólo tienen culturilla, o sea, un barniz superficial de la misma, y demuestran afectación y cursilería en sus comportamientos.

No te fies de lo que te diga ese. Aunque todos piensen que es cultísimo, no es más que un erudito de la violeta”. La expresión procede de un título de la obra del escritor español José Cadalso y Vázquez nacido en Cádiz el 8 de octubre de 1741 y muerto en Gibraltar en 1782.

La vida de José Cadalso se conoce no ya únicamente a través de documentos y testimonios de sus contemporáneos, sino, de un modo más valioso, por la visión que él mismo nos ofrece en su “Memoria de los acontecimientos más particulares de mi vida” y de las cartas conservadas.

Es muy probable que la primera obra escrita por Cadalso sea “Defensa de la nación española contra la carta persiana LXXVIII de Montesquieu” (hacia 1768).

A los años comprendidos entre 1771–1774 corresponde su más efectiva actividad literaria. “Los eruditos a la violeta” de 1772, es una sátira breve y ligera contra un tipo de educación entonces frecuente: la erudición meramente superficial. El contenido y estructura quedan claramente reflejados en el subtítulo puesto por su propio autor: “Curso completo de todas las ciencias, dividido en siete lecciones, para los siete días de la semana, publicado en obsequio de los que pretenden saber mucho estudiando poco”. El título alude a uno de los perfumes, el de la violeta, preferidos por los jóvenes a la moda. La obra tuvo un éxito inmediato y el título acabó proverbializándose.

“Un escudo de armas he descubierto rodando por el suelo, y arrimado a la cilla en donde se recogen los granos de diezmo. Contiene dicho escudo un campo raso, seis panecillos, puestos en línea tres a cada un lado; no sé qué representan, pues en la materia de blasones soy completamente rudo. Solamente en la Enciclopedia de Cadalso para los eruditos a violeta, leí un poco, sin que nada se me pegase.”

Un pueblecito: Riofrio de Ávila, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1946, pag. 126.

YANGÜESES.

Gentilicio de Yanguas, pueblo del norte de la provincia de Soria, en la comarca de las Tierra Altas.

Probablemente, el nombre de Yanguas, deriva del latín ianuas, puerta, acceso.

La importancia de Yanguas, parte del privilegio que le concedió el rey castellano Alfonso VII, con la exención del portazgo, esto permitía salir a a sus arrieros a comerciar por Castilla en ruta hacia Sevilla, sin pagar impuestos a la entrada de algunas ciudades castellanas. De esa forma el comercio entre el norte y el sur de la Península comenzó a consolidarse en esas fechas, creando vías de comunicación y los arrieros yangüeses alcanzaron la fama que dio pie a Cervantes para que los nombrara en uno de los episodios del Quijote.

El episodio a que nos referimos es el capítulo XV de la primera parte de El Quijote: “Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses”:

“Ya en esto Don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto, llegaban hijadeando, y dijo Don Quijote a Sancho: A lo que veo, amigo Sancho, estos no son caballeros sino gente soez y de baja ralea; dígolo, porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante. ¿Qué diablos de venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si estos son más de veinte, y nosotros no más de dos, y aun quizá no somos sino uno y medio? Yo valgo por ciento, respondió Don Quijote. Y sin hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los yangüeses, y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su amo; y a las primeras dio Don Quijote una cuchillada a uno que le abrió el sayo de cuero de que venía vestido con gran parte de la espalda. Los yangüeses que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus estacas, y cogiendo a los dos en medio, comenzaron a menudear sobre ellos con grande ahínco y vehemencia; verdad es que el segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mismo le avinio a Don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo; quiso su ventura que viniese a caer a los pies de Rocinante, que aún no se había levantado: donde se echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y enojadas.”

“Carros y almocrebes se perfilan sobre el cielo radiante y azul de España. En Castilla los carros atronadores y recios y los carreteros membrudos y coléricos nos traen a la memoria el manteamiento de Sancho, las palizas de los yangüeses, el apedreamiento de Don Quijote en la noche de su vela de armas.”

Los valores literarios. Buenos Aires, Editorial Losada, 1944, pag. 200.

ZARABANDA.

De origen incierto.

Corominas, en su DCECH, hace un extenso análisis del vocablo, desmontando cada una de las etimologías persas propuestas, y afirma rotundamente que: “La zarabanda, y probablemente su nombre, se inventó en España en el siglo XVI, época del gran florecimiento coreográfico español, o poco antes; como en los casos de chacona, zambapalo o jácara. Luego aquí, se creó también la palabra, con materiales puramente hispanos. Se han propuestos diferentes etimologías, pero todas ellas son inverosímiles por remotas.

Tanto en Inglaterra como en Francia, el vocablo se introdujo a principios del siglo XVII. Los franceses le cambiaron el carácter convirtiéndolo en un baile lento y grave, pero en todas partes se reconoce unánimemente la procedencia española. Esto es lo único que consta, en cuanto a su origen.”

Más adelante sigue diciendo: “De zarabanda en el sentido de bulla, es deformación zurribanda, pendencia y luego zurra, por cruce con zurriburri, barullo, confusión, y zurrar, con el sentido de bulla, pendencia.”

En el Diccionario de Covarrubias (1611), se define como: Çarabanda: bayle bien conocido en estos tiempos, sino lo huviera desprivado su prima la chacona: es alegre y lascivo, porque se haze con meneos del cuerpo descompuestos, aunque los braços hazen los más ademanes, sonando las castañetas.

El Diccionario de Autoridades de 1739, precisa: Tañido y danza viva y alegre, que se hace con repetidos movimientos del cuerpo, poco modestos; por extensión se llama cualquier cosa que cause ruido, bulla o molestia repetida.

La última edición del DRAE, nos dice: Zarabanda. (De la onomatopeya zarb, del balanceo).

1. Danza popular española de los siglos XVI y XVII, que fue frecuentemente censurada por los moralistas.

2. Danza lenta, solemne, de ritmo ternario, que, desde mediados del siglo XVII, forma parte de las sonatas.

3. Cualquier cosa que causa ruido, bulla o molestia repetida.

“En un horizonte claro y luminoso, la zarabanda de los áloes y de las paredes reverberantes. El penacho de una palmera; la torre o alminar. El alminar, dentro de la torre; un patio africano, en una cámara monovera; gazpachos y alcuzcuz; turbante y zorongo.”

Superrealismo, Madrid, Biblioteca Nueva, 1929, pag. 266.

“Las criadas han puesto los muebles en desorden y dan en ellos grandes porrazos con los zorros (porque en los pueblos no se puede limpiar si no es armando formidable trapatiesta. El ruido vive en provincias: se habla a gritos, se anda taconeando, se estornuda en tremendos estampidos, se tose en pavorosas detonaciones, se cambian los muebles en zarabanda atronadora).”

La Voluntad, Madrid, Biblioteca Nueva, 1939, pag. 220.

ZAZOSITA.

Diminutivo de zazosa, de zazo, tartamuda (por la onomatopeya za).

Ceceosa. Que habla ceceando. Que pronuncia la c por la s.

Corominas en su DCECH, nos habla de zazoso como una variante procedente de ¡ce!, con su regresivo zazo que significaría “balbuciente” (por ser el sonido similar al habla de los niños, entre los que abunda el ceceo), esta forma se haya documentada en castellano desde 1775.

En opinión del lingüista Amado Alonso García (1896-1952):

El ceceo ha significado desde antiguo: 1) el timbre particular de la c [española], 2) el acto de llamar a uno con la interjección ¡ce! (lo que hay se dice chistar), 3) ceceoso por tartajoso (raro) y 4) desde el siglo XVIII, el trocar la s con c contrafigura del seseo: ci, ceñor, pace uzté. Hoy esta última es la significación última.

D. Francisco de Quevedo en “La Historia de la Vida del Buscón”, menciona esta palabra en el Libro II. Cap. VII:

“En esto, llegó el repostero con su jarcia, plata y mozos; los otros y ellas no hacían sino mirarme y callar. Mandéle que fuese al cenador y aderezase allí, que entretanto nos íbamos a los estanques. Llegáronse a mi las viejas a hacerme regalos, y holguéme de ver descubiertas las niñas, porque no he visto, desde que Dios me crió, tan linda cosa como aquella en quien yo tenía asestado el matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y espesos, buena nariz, ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo, lindas manazas y zazosita. La otra no era mala, pero tenía más desenvoltura, y dábame sospechas de hocicada.”

Tenemos otro ejemplo en este poema satírico de Fray Diego Tadeo González (1733-1794). “A un orador contrahecho, zazoso y satírico”:

Botijo con bonete clerical,

Que viertes la doctrina a borbollón,

Falto de voz, de efectos, de emoción,

Lleno de furia, ardor y odio fatal;

La cólera y despique por igual

Dividen en dos partes tu sermón,

Que, por tosco, punzante y sin razón,

Debieras predicárselo a un zarzal.

¿Qué prendas de orador en ti se ven?

Zazoso acento, gesto pastoril,

El metal de la voz cual de sartén,

Tono uniforme cual de tamboril.

Para orador te faltan más de cien;

Para arador te sobran más de mil.

Y para documentarnos mejor sobre el comienzo del ceceo como forma de hablar, traigo estos párrafos entresacados del libro “Historia del ceceo y del seseo españoles”, escrito por el profesor Amado Alonso, en el que, entre toda la documentación que aporta, figura la de Arias Montano en la que refiere la introducción espontánea del ceceo en Andalucía, principalmente en Sevilla, en el corto espacio de veinte años:

“El ceceo y el seseo españoles son fenómenos estrechamente conectados con las igualaciones s-ss, z-$, j-x, b-v que ocurrieron en el siglo XVI y parte del XVII, y en verdad un grado más avanzado, y regionalmente limitado, de las igualaciones s-ss y z-f. El foco más antiguo de estos cambios parece ser la ciudad de Sevilla, que con certeza fue el de mayor poder de expansión, aunque hubo otros muchos, en Andalucía y fuera de Andalucía, dispersos y desconexos. En Sevilla, lo mismo que en los otros focos, la distinción con las eses flaqueó primero en las sonoras s-z y unos cien años después en las sordas ss-f. La dualidad seseo-ceceo es resultado tardío. En todo el siglo XVI y primera mitad del XVII, lo que nuestros autores denuncian unánimemente no es aún un seseo sin f o un ceceo sin s, sino la confusión y trueque anárquico de esas consonantes.

El afianzamiento del seseo o del ceceo respectivamente debió ser proceso largo, y bien podemos decir sin tanta cautela que lo ha sido, pues hoy mismo no ha terminado en algunos puntos.”

El testimonio clave es del gran escriturario Benito Arias Montano, tan valioso para la cronología del seseo y del ceceo como el de Fray Juan de Córdoba para la geografía lingüística de las dos Castillas. Montano marca la presencia y cumplimiento de este fenómeno entre los años 1547-1567.

Al explicar Montano la diferencia con que galaaditas y efraítas pronunciaban la palabra siboleth, lo ejemplifica con las mujeres francesas, especialmente las marisabidas, que cambiaban la r en s diciendo: “Mon pese y ma mese por Mon pire y ma mere”, y en seguida, como ejemplo más cercano al siboleth bíblico, continúa:

“Siendo yo muchacho (1546-47) la pronunciación de los andaluces en España y sobre todo la de los sevillanos era la misma que la de los castellanos de ambas Castillas, y el sonido era del todo semejante; cuya diversidad resultó tan grande al cabo de veinte años (1566), que, a no ser por la diferencia de algunos vocablos, no distinguirías en nada a un sevillano de un valenciano, ya que ambos truecan la f / por la zz, y al revés la zz o f castellana por la s; de modo que si le pides a un andaluz que diga la palabra siboleth, no oiríamos otra cosa que el zziboleth o qiboleth de los efraítas. Pero esto no nacido de la naturaleza del aire andaluz, que es puro y saludable, sino de la negligencia e incuria o del vicio de la gente, y de la indulgencia de las madres, lo que fácilmente se demuestra y deduce de que la antigua y común pronunciación todavía (1588) se guarda entre buena parte de los viejos más graves, y de que no pocos de los jóvenes mejor educados la practican, bien y fácilmente repetida.”

“Tan estupendo documento y de hombre tan fidedigno requiere estudio cuidadoso si le hemos de sacar toda su enseñanza. Y en primer lugar las fechas. Esto se escribía en 1588. Montano era natural de Fregenal de la Sierra, Badajoz, tierra geográficamente sevillana, nacido en 1527, y fue a estudiar a Sevilla, en cuyo Colegio de Santa María de Jesús se matriculó y probó cursos en los años 1546 y 1547 junto con Francisco de Medina, Joan Mexía y Juan de Malara y en esos años cursó estudios de humanidades en Sevilla, aunque estuviera en Sevilla desde 1543. Los «20 años» que Montano pone como lapso para el cambio de conducta idiomática de los sevillanos, casan perfectamente con esta fecha, pues en 1566 fue cuando Felipe II lo sacó de su amado retiro sevillano de la Peña para hacerlo su capellán y enviarlo luego a Amberes a dirigir la impresión de la famosa Biblia Regia. Así pues, salvo errores mínimos y no dañosos, la cronología del seseo, según la denuncia de Arias Montano, fue: h. 1547: sevillanos y andaluces diferenciaban las sibilantes como los castellanos. h. 1566: los sevillanos trocaban s por f y al revés. h. 1588: todavía las distinguían bien muchos de los viejos más graves y no pocos de los jóvenes mejor educados.”

“En los siglos XIV y XV, y también en los dos siguientes, los ceceosos o zazos (defecto personal, lengua con frenillo) debieron de ser frecuentes en España, a juzgar por el número de personajes históricos y literarios de que tenemos noticias.

En el siglo XIV, Don Pedro el Cruel, según Pedro López de Ayala, al final de su Chrónica: «E fue el rey Don Pedro assaz grande de cuerpo, y blanco y rubio y ceceaba un poco en la fabla». De los 25 claros varones de la segunda mitad del siglo XV, cuya semblanza traza Fernando del Pulgar, 4 fueron cecehaba un poco… e tenía singular gracia en el sermonear, tanbien en lengua latina como en la suya materna».

También ceceaba el poeta y cortesano «Frayle lindo de Palacio», Fray Iñigo de Mendoza, según denuncia en una invectiva contra él un galán cortesano y poeta, en décimas en cada una de las cuales la mitad primera dice qué es lo que Fray Iñigo debe hacer como fraile que es; la segunda, lo que en su vida tiene de contrario y debe corregir; esta décima es sobre la castidad:

“Amor en todo hablar esté el gesto reposado; amor de se assegurar que por muy seguro estar pudiesse ser salteado: no por gracia el cecear contrahaziendo el galán: no el reyr, no el burlar, no de muy contino estardo amores vienen y van.”

Estos son grandes personajes de la Corte y de la vida nacional, no dialectal ni plebeya. De capital significación es que la gente hallaba gracia en el cecear, un adorno, como ya se ve por el ceceo del Obispo de Coria, «gran predicador» y que sermoneaba con singular gracia, por el del Obispo de Burgos, que «fablaba muy bien y con buena gracia», y por el de Fray Iñigo de Mendoza que ceceando se hacía el galán. Por eso fue pareciendo más propio de mujeres.”

“Hoy, después de parco yantar posaderil, en el obscuro comedor que hay entrando a la izquierda, mientras una criada zazosita y remisa alzaba los manteles, Azorín ha oído hablar de un labriego de Sonseca. ¡Era un viejo místico castellano! Con grave y sonora voz, con ademanes sobrios y elegantes, este anciano de complexión robusta, iba discurriendo sencillamente sobre la resignación cristiana, sobre el dolor, sobre lo falaz y transitorio de la vida… “Por primera vez”, pensaba Azorín, “encuentro un místico en la vida”, no en los libros, un místico que es un pobre labrador castellano que habla con la sencillez y elegancia de Fray Luis de León, y que siente hondamente y sin distingos ni prejuicios…”

La Voluntad, Madrid, Biblioteca Nueva, 1939, pag. 158.

ZUAVO.

La etimología es del francés zouave, que por su parte deriva de la palabra bereber zwāwī, que es el gentilicio de la tribu zwāwa, la cual aportó soldados mercenarios al ejercito francés para la creación de ciertas unidades militares.

Zuavo es el nombre que se dio a ciertos regimientos de infantería en el ejército francés a partir del año 1830. Originarios de Argelia, tanto el nombre como el uniforme distintivo de los zuavos se extendió por las fuerzas armadas de Estados Unidos de América, Estados Pontificios, España, Brasil y el Imperio Otomano. Sirvieron en la mayoría de las campañas militares del ejército francés entre 1830 y 1962.

ZUAVO PONTIFICIO.

Los zuavos pontificios constituyeron un cuerpo militar de voluntarios, creado para defender la integridad territorial y la soberanía de los Estados Pontificios frente al acecho de las tropas del ejército italiano que trataba de imponer la unificación de Italia.

Los zuavos fueron católicos solteros voluntarios, fundamentalmente, dispuestos a ayudar al Papa Pío IX frente al proceso de reunificación italiano. El grueso de los voluntarios fue alemán, francés y belga, pero no faltaron romanos, canadienses, españoles (el Tercio de Zuavos español, estuvo formada por ocho mil soldados de procedencia carlista y fueron creados por el general Fernando Fernández de Córdoba), irlandeses e ingleses. Tras la desaparición de los Estados Pontificios en 1870 y anexionados militarmente por el Reino de Italia, dejaron de existir como cuerpo militar organizado.

“¡Era un hombre raro! Unos le suponían un comandante retirado; otros –eran cajistas de imprenta- creían que se trataba de un autor dramático cansado de luchar; se dan casos. No faltaba quien creyera que se trataba de un antiguo zuavo pontificio, y un señor, congregante de la Cofradía del Cristo del Arroyo –vivía en la vecindad-, fue de opinión que este señor era un agente secreto de los Soviets.”

Blanco en Azul, Madrid, Espasa Calpe, 1968, pag. 126.

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