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Cultura y comunicación

Las memorias de Gabriel Albiac revisadas por Pío Moa

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El mundo era una fiesta. París 1968. Pero fuera de París no sucedió mucho.

Una reseña de Pío Moa

Últimamente vengo leyendo algunas autobiografías: de Markus Wolf, el legendario  jefe del espionaje de la Alemania comunista, las de Vizcaíno Casas y acabo de empezar las de Gabriel Albiac. Tendré que ver también algo de Sánchez Dragó al que le están  “haciendo la autocrítica” los chicos de la prensa con motivo de su fallecimiento.
A Sánchez Dragó le he tratado superficialmente tres o cuatro veces, porque me invitó a sus programas culturales en televisión: “Tenía que haber traído a alguien que debatiera contigo, pero llevo meses en ello y no lo he conseguido: nadie se atreve, parece ser”. Y más recientemente me invitó a una conferencia en Disenso, creo recordar, fundación ligada a VOX, creo que la reseñé en el blog. Así que sería un abuso que hiciera una necrológica de él, porque además le he leído poco. No obstante, más por su destacada personalidad que por sus obras, era un intelectual libre, de vida interesante en sus muchas experiencias,  espíritu al mismo tiempo combativo y cordial, sin respeto por lo que no es respetable en el plomizo mundillo cultural y político del país, con  una idea de España que siempre me pareció más bien pintoresca aunque a ratos incitante,  y una evolución política en la buena dirección.  Sánchez Dragó y el censor zampabollos – Pío Moa – Libertad Digital (Tusell era un típico democristiano de por aquí; cristiano, se supone, y demócrata muy poco).
Ya hablaré un poco más de las memorias de Albiac En tierra de nadie. Vi la reseña que le hicieron Amorós y Jiménez Losantos, y me reí un buen rato con ella: no me extraña que el filósofo haya roto relaciones con sus comentaristas. El libro, por lo que voy viendo, tiene interés, como lo tienen incluso las peores autobiografías y Albiac no es un mindundi, aunque se presta a menudo a la ironía  simplemente con citar algunos pasajes de su libro. Pero representa, si no a una generación (nadie podría hacerlo) sí a un parte significativa de ella, la que grosso modo podría llamarse del 68, que es también la mía. Un mundo más bien en descomposición que muerto, según creo.  Albiac,  ya entrando en los 70 de edad, se plantea lo que intentaré hacer en la tercer novela de la trilogía: “Qué he hecho con mi  vida”, algo diferente a “qué he hecho en mi vida”. Muy interesante también compararla  con la de Vizcaíno Casas.

Problemas autobiográficos

En una autobiografía están implícitos elementos personales misteriosos que los autores buscan de alguna manera entender y hacer entender. Así, nadie pudo elegir  el país, la época, la capa social o la familia en que nació, ni tampoco el propio hecho de nacer o la carga genética con que vino al mundo. Un mundo a su vez independiente de él, y suministrador de medios, capacidades, encuentros personales, y sucesos solo parcialmente dependientes de la voluntad o el deseo  de la persona, y que sin embargo marcan su vida. Tendemos a considerarnos entes autónomos, pero solo lo somos hasta cierto punto, y ese punto no puede definirse con precisión. ¿Qué nos cuentan, por tanto, unas memorias o autobiografía? Lo digo en relación con las de Gabriel Albiac, a las que dedicaré alguna entrada del blog.

“En Tierra de nadie”

Parece claro,  por sus Memorias, que Albiac no está muy contento con todos aquellos condicionantes de fondo señalados,  desde la época que le ha tocado vivir  a los genes. Eso pasa, creo,  a todo el mundo  o casi, en diversos grados. Por diversas razones que iremos viendo, su libro es bastante cachondeable, y Amorós lo trata desde ese punto de vista, en especial con su observación sobre  el  happy end  de tanta tragedia  Pero por debajo de cierto vacile al que se presta la obra corren asuntos más interesantes.

Empezaremos por la necrológica  que Albiac dedica a Sánchez Dragó, a quien concede su elogio más apreciado: “pertenece a una generación de lectores voraces”, a “una vida de dioses”.  Si de algún calificativo honroso se jacta Albiac es de ser un lector “infinito” y extremadamente culto en un tiempo en marcha a una nueva Edad Media “más iletrada, más tenaz que cuanto hayamos conocido”. La Historia mágica de España le parece a Albiac que “aspira a recobrar la voz de una España huérfana”. Estos rasgos hermanan a  Albiac con Sánchez. Hermanos, sin embargo, nada gemelos. Albiac introvertido y pudoroso con su vida privada, Sánchez exhibicionista desenfadado, nato, baste recordar su auto presentación de La Drangontea  (no de Lope de Vega):  diario de un guerrero, cuaderno de bitácora de un navegante que quiere descubrir lo que oculta la raya del horizonte, la autobiografía de un nómada, el boletín oficioso de un insurrecto frente al Sistema, el cronicón de la última salida del espíritu de don Quijote y la hoja de ruta de un viaje de cuarenta y dos meses de duración -los comprendidos entre julio de 1988 y enero de 1992- por las tripas y laberintos de un país que ya no existe y de un planeta que agoniza. No cabe duda de que tiene cierta gracia.

Los dos comparten una visión un tanto apocalíptica de nuestro tiempo, que en Albiac es pesadumbre y en Dragó desenfado. Los dos son narcisistas aunque de maneras opuestas, Albiac extiende el apocalipsis a sí mismo, Dragó, en definitiva, se siente triunfador y degustador de la vida. En mi opinión, los dos disparatan de lo lindo, pero  con cierta gracia y cultura que  los hace simpáticos y originales en un clima intelectual tan tosco y  birrioso como el presente. Los dos son filósofos, cada uno a su manera. Los dos buenas personas y de espíritu liberal, es decir, abierto a otros puntos de vista,  e independientes frente a la mugre de la corrección política y similares. Ya he dicho cómo Sánchez Dragó me invitó a programas que deberían haber sido de debate, pero al que nadie se atrevía. Bueno, una vez salió un periodista, creo que se llamaba Fernando Jáuregui, que decía haber sido  comunista a fuer de demócrata (podría haber sido nazi a fuer de judeófilo), y que en el franquismo los detenidos eran asesinados arrojándolos  al vacío.

Albiac, o la incoherencia

En una columna que le rechazó Pedro J decía Albiac: “No argumento a favor de la guerra. Ni en contra. Sé, desde la lectura de los clásicos, que el oficio del filósofo consiste en no alegrarse ni entristecerse, ni regocijarse ni enojarse; solo entender. A ello me atengo” (p. 361).

No obstante, uno podría dudar de tal ataraxia cuando la invoca a continuación de una intensa apelación a una guerra contra la yijad o más ampliamente, contra el empuje islámico y que viene a decir: “o los matamos o nos matan”. Argumento radical, acertado  o no. Y no es una excepción: las afirmaciones, condenas y elogios que prodiga en el libro sorprenden por un carácter casi siempre exagerado, arbitrario e incoherente, que al final deja impresión de cierto infantilismo. Expondré varios ejemplos. El franquismo es para él un mal absoluto, modelo de opresión sin salida ni excusa…, ni necesidad de demostración. Para el propio Franco recuerda la maldición de Neruda: Que la sangre caiga sobre ti como la lluvia / y que un agonizante río de ojos cortados / te resbale y recorra mirándote sin término (342). Exalta sin freno a Neruda, sin dignarse recordar su conocida oda a Stalin, el mayor genocida del siglo XX, viene a decir él mismo en algún momento.

Albiac no ofrece el menor argumento para su condena al franquismo, pero sí un dato:  el destino de su padre, condenado a muerte  al final de la guerra civil:  No creo que le sorprendiese. Ningún militar fiel a la República podía esperar otra cosa que el paredón. ¿De veras? Nos gustaría saber cuántos militares “fieles a la república” fueron ejecutados. No tengo ahora las cifras, pero lo fueron pocos y nunca por ser fieles a la república. Pues los militares del Frente Popular defendían a unos partidos que, justamente, habían destruido la república en dos golpes sucesivos: el de octubre de 1934 y el de febrero-abril de 1936; y los principales de aquellos partidos se proponían, unos sovietizar el país, y otros disgregarlo en pequeños estados. Creo que un filósofo no debería obviar estos datos, aunque debe perdonársele en parte: la roma historiografía de derecha sigue llamando republicanos a los del FP.  Por increíble que suene, tantos años e investigaciones después.

Pero resulta que el padre de Albiac no fue ejecutado. Su sentencia –como la de tantos otros– fue conmutada por prisión perpetua (30 años). Y también como tantos otros, estaba libre a los cinco años, y pudo casarse. Después, dice Albiac, vivió de diversos trabajos, pasando estrecheces, como ocurría a tantos otros compatriotas, hubieran estado en un bando u otro;  y como, por lo demás, ocurría en los demás países de Europa, pese a las ventajas que tuvieron para reconstruirse. Es normal que aquellas estrecheces le dejaran cierto resentimiento, pero una persona ecuánime no puede juzgar a un régimen o un país por su mera experiencia personal. Basta consultar, decía yo antes, memorias como las de Vizcaíno Casas para atisbar una vida muy diferente. Albiac aduce que su padre se salvó por un error en la sentencia, de lo que decide apoyar una definición muy socorrida: “El franquismo fue una dictadura atemperada por la incompetencia”. Hombre, haber durado 40 años contra enemigos internos y externos tan supuestamente competentes no deja de ser un desafío a tal definición filosófica.

El antifranquismo de Albiac

En realidad, Albiac no odiaba al franquismo solo por motivos familiares. Cita también los “personales, los más difíciles de borrar, la mugre de nuestras infancias y adolescencias, fueran cuales hubieran sido nuestros orígenes sociales”. Parece que sufrió unas infancia y adolescencia mugrientas, eso ha pasado y pasará siempre a muchos; pero extender esa mugre a todos los infantes y adolescentes de aquella época suena un tanto exagerado; y algo arbitrario atribuirlo al franquismo, pues antes y después del franquismo y en cualquier régimen político se dan y se darán las existencias digamos mugrientas a todas las edades y a lo largo de toda la historia.  Cosa que, como veremos admitirá también Albiac, contradiciéndose con lo que su odio al franquismo podría ampliarse desmesuradamente. Y surge aquí un problema muy de fondo, muy personal, e insoluble: él dice que debe su ser a la atribuida incompetencia del franquismo, que perdonó la vida a su padre.  ¿Podría tener entonces agradecimiento a aquel régimen, por incompetente? Y por lo demás, ¿le ha merecido la pena esa existencia, más allá de la mugre infantoadolescente? Según sus propios criterios, como veremos, no parece haber valido la pena.
Conste que no pretendo burlarme de Albiac, es que las cuestiones que aborda, consciente o inconscientemente, me parecen del mayor interés. Por eso me he leído su libro, cosa que en principio no tenía intención de hacer. Sus contradicciones y arbitrariedades son en definitiva las de una persona quizá poco sensata, pero sí sensible e inteligente.
Otra cuestión moral suscitada por sus criterios es su última y definitiva acusación a aquel régimen: haber ejecutado cinco sentencias de muerte, con Franco al borde de la tumba. Cinco jóvenes, con quienes Albiac siente profunda y dolida solidaridad porque entonces también era él joven. No menciona en ningún momento el motivo de la ejecución, al parecer los habían matado simplemente por ser jóvenes, unos inocentes asesinados por el régimen culpable.  Pero aquellos jóvenes habían perpetrado a su vez bastantes muertes. ¿Se extendía la solidaridad de Albiac a ese “pequeño detalle”?  Sin duda, su silencio lo demuestra. Y algo más, los jóvenes habían matado por unas ideas que,  Albiac lo admitirá más tarde, eran las de los mayores genocidios del siglo XX, de las que el mismo filósofo se confesará cómplice pesaroso.
En una entrevista, Dragó me comentó: “Pero tú también te jugabas la vida”. Ese podría ser el contrapeso moral y político de la práctica del terrorismo, su lado trágico (arriesgarla por una ilusión en definitiva criminal) y hasta cierto punto épico. Pero esa sentimentalería de  “eran jóvenes”, “el general murió matando” un régimen inicuo les privó de vida y futuro,, etc.,  esa ocultación de los hechos y de los propósitos, destruye, precisamente ese contrapeso moral,  destruye la tragedia y la épica, hunde moralmente el hecho a la máxima sordidez  y nadería de una puerilidad impostada.
El problema implícito en Albiac es más profundo: tal como pintaba y ha vuelto a pintar al franquismo su oposición, se trataba de una tiranía feroz, asesina no solo de una floreciente república democrática, sino de decenas o cientos de miles de inocentes jóvenes y no jóvenes por puro vicio después de ganar la guerra, y asesina hasta su mismo final.  Un régimen justamente apestado  por todos los gobiernos decentes del mundo (comunistas y democráticos); un régimen que explotaba brutalmente a los trabajadores y oprimía s todos los demás,  que solo creaba miseria y corrupción. Un régimen cuya única virtud, por así llamarla era una incompetencia que permitía algunas pequeñas escapatorias como la legal del propio Albiac para instalarse en París. Vamos a ver, ¿no estaba entonces justificado, no era realmente obligado, ofrecer a tal ignominioso despotismo una resistencia algo mayor que tirar papelitos aquí y allá? ¿No era obligado ofrecerle resistencia armada hasta derribarlo de la misma forma que él habría derribado a la república?  ¿No valía la pena arriesgar incluso la vida para escapar a una existencia de mugre y servidumbre?  Este es uno de los problemas político-morales de una oposición que, salvo quienes practicamos el terrorismo, nunca pasó de vocinglera, enferma de verborrea,  ansiosa de pornografía y muy preocupada, la parte no comunista de ella, en prosperar incluso en el aparato estatal de aquella dictadura fascista digna de toda execración.
Albiac plantea la cuestión de un modo quizá demasiado conveniente, como representante, dice él, de “la mejor generación, sin arrogancia ni retórica(…) La única que, en el sangriento siglo XX hispano, se limitó a perder su vida sin llegar a cobrarse la de otros”. Perder su vida, aquí, no tiene sentido literal, quiere decir simplemente que los únicos beneficiarios de sus “sacrificios” (¿y luchas?) iban a ser “las peores gentes”, es decir, los  Carrillos, Felipes González y similares, casi tan denostados como Franco. Y no le parece mal a Albiac su derrota, su “pérdida de la vida”, porque, concluye con peculiar filosofía, “toda victoria envilece, todo vencedor es un asesino. O un verdugo. De sí mismo ante todo, pero no solo. Nada más que en soledad y en derrota vive el héroe: y fue la mía una generación que se quiso heroica, literariamente heroica. Nada más que la derrota y el silencio habrán valido la pena”. Bueno, siempre tan exagerado… En todo caso sus memorias no pueden incluirse en el silencio.

Paradojas 

Albiac escribe sus memorias al pasar de los setenta, cuando se ve viejo y siente la tentación de explicar su vida a los demás, y posiblemente a sí mismo, tarea esta bastante más ardua. Todas las memorias se escriben para los demás, como es lógico, y en ellas “los demás” adquieren el papel de un dios subalterno: cada uno trata de salvarse ante la opinión ajena del presente y del porvenir. También, a menudo, de dejar constancia del mundo en que ha vivido, o más propiamente de cómo ha percibido ese mundo. En todo caso, siempre supone una justificación, implícita o explícita, ante los demás, a los cuales puede expresar simultáneamente  desprecio, al menos a muchos de ellos. El problema es moral: un condenado por robo o asesinato puede tratar de demostrar, convincentemente o no, que su condena ha sido falsa, aunque haya tenido que sufrirla de todos modos, una experiencia bastante trágica en el sentido aristotélico.
Así pues, quien escribe unas memorias hace juez de la propia vida a “los demás”, un concepto este muy difuso e inquietante, pues incluye las opiniones más diversas o encontradas. En cierto modo se busca en ese “los demás” comprensión o afecto, cosa que no puede hacerse a Dios, a quien no se podría ocultar ni tergiversar nada. Y nadie, a no ser un loco, podría hacerse juez de sí mismo, justificarse ante sí mismo, pues consciente o inconscientemente todos percibimos la precariedad de nuestra autonomía, consciencia y conciencia. Solemos juzgar a los demás, pero la mera idea de juzgarnos a nosotros mismos suena algo extraño y absurdo, por alguna razón: tendemos a justificarnos, siempre ante “otro u Otro”, buscando congraciarnos con él.
Albiac no trata de congraciarse con el franquismo, al que odia sin remedio, de modo que muy pronto huye de él para refugiarse en París, donde encuentra “la mayor densidad filosófica del siglo XX” (Althusser, Foucault,  Barthes…), una interesante opinión muy discutible.  Ahora bien, la realidad francesa, ampliable al resto de Europa occidental, no le complace finalmente más que el franquismo, pues los desgraciados sucesos en torno a su venerado maestro Althusser le inspiran esta reflexión: “En un mundo tan intolerablemente atroz como este que nos tocó vivir, la lucidez se paga a un precio muy caro” “Una realidad atroz”, insiste, también con otras palabras, en distintas páginas del libro.
Se diría una condena generalizada, pero no del todo: en Nueva York encontrará una especie de paraíso, loado hasta el empalago. Algo menos en San Francisco, donde asistió a la conmemoración del 50 aniversario del “Verano del amor” (“Summer of love, 1967″), cuando “Jim Morrison llamaba a tirar el mundo por la borda del barco de los locos, a matar al padre, a follar a la madre”.  “Amo a Janis Joplin, a Jim Morrison, a tantos otros que enlosetaron con jirones de sus vidas la poética más desgarrada (la única viva en todo caso) de la segunda mitad del siglo XX”.  Albiac adora el rock y las drogas, excepto la heroína, que habría matado a muchos de los mejores, no por voluntad de esa droga…
Desde luego Althusser y los teóricos marxistas en general son poco compatibles con todo aquello, pero  las sorpresas no acaban ahí: “2019. Recibir el Premio Mariano de Cavia colmó todos mis sueños literarios y me permitió hacer balance de mi vida.  Por una noche, junto a mis hijas y amigos, concluí que todo estaba bien. ¡Carpe diem!”. Lo escribe en pie de una foto, vestido de esmoquin delante de Felipe VI y su esposa. Un premio monárquico que durante gran parte de su existencia fue franquista, presidido por unos reyes que, en definitiva, lo deben todo a Franco… No cabe duda de que Albiac es persona notablemente paradójica. Claro que el ser humano siempre es íntimamente contradictorio…

Generación del 68

 Hay algo que define o califica en conjunto En tierra de nadie: a Albiac le encantan el marxismo y el rock, dos cosas perfectamente incompatibles;  y le encanta recibir un premio monárquico, a su vez incompatible con ambas. ¿Cómo lo consigue? Con palabrería. Y eso es lo que vuelve fascinantes sus memorias: hace balance y encuentra, sin pensarlo (unas memorias siempre dicen más de lo que cree el autor), que su vida es palabrería. Tiene algo de trágico, sobre todo si se le considera representante destacado de la generación del 68, y en España lo es. El libro fue presentado muy amistosamente por Fernando Savater, de la misma generación, que también es la mía, y por Joaquín Leguina, algo anterior en el tiempo.
¿En qué consiste la palabrería de Albiac? En envolver con una incesante retórica, mayormente moralista, de condenas y alabanzas los pocos y no muy seguros datos que ofrece, en un baile de fechas que aumenta la imprecisión. Si unas memorias buscan congraciarse con el lector, justificarse ante él, estas parecen enfocadas más bien a impresionarle y desconcertarle. Tras echar pestes de Carrillo y demás dirigentes del PCE y mencionar la infiltración policial, declara:  Siempre añoraré mis años de clandestinidad.  Pero ¿cuáles fueron esos años y qué hizo en ellos? Eso queda en una bruma en la que se mueven algunos bultos difusos.  Aparentemente, en la clandestinidad apenas hizo otra cosa que leer sin cesar y repartir algunos panfletos, pero es evidente que lo pasó muy bien y dio con las personas más generosas y abnegadas de su vida. He conocido a muchos de entonces que, aunque de vuelta de aquellos tópicos, mantienen un inconmovible antifranquismo, y se comprende: fueron sus años más o menos épicos e idealistas que darían a sus vidas cierto brillo frente a la gris mediocridad posterior o, en otros casos, a las habituales sordideces de la política.
Se ha hablado mucho de la “hiperlegitimidad moral” del PSOE, que no deja de tener una base: los ciento y pico años de honradez que dice arrastrar a sus espaldas. De Albiac también sorprende la autoridad ética con que reparte condenas y alabanzas radicales sin molestarse nunca en analizar críticamente sus objetos: basta con su palabra. Aunque esta no surja de una honradez de partido, por imaginaria que sea, pues es el primero en denunciar al comunismo de su añorada clandestinidad.
La tragedia aludida tiene una cara muy cómica, destacada por Jiménez Losantos y Andrés Amorós, también de la misma generación. Dice Albiac que «el premio Mariano de Cavia me permitió hacer balance de mi vida (…) Concluí que todo estaba bien». ¿Todo bien? Acababa de explicar: «Llego al tramo final de mi vida con la constancia de haberme equivocado en todo lo importante,  de haber sido cómplice voluntarioso del proyecto más mortífero del siglo XX. Lo cual quiere decir el más mortífero de la historia humana». Después de este “tremendo apocalipsis”, dice Amorós,  “el happy end del premio”. La gigantesca culpa queda borrada, era solo una exageración, una  pose, y no podía ser otra cosa: no fue ningún Stalin ni siquiera un Carrillo, ni ningún chekista, y es preciso guardar las proporciones..
Cabrían muchos más comentarios, pues el libro es muy rico en sugerencias. Solo una sobre el tema generacional. En el 68 francés, cuando murió Franco o cuando  cayó el muro de Berlín “todo pareció posible” para terminar enseguida en derrota, diagnostica Albiac. ¿Qué era ese “todo”? En el fondo es muy simple: la libertad sin consecuencias, por tanto sin responsabilidad y sin culpa. La vuelta a la inocencia animal del Paraíso. Algo que la evolución, si queremos llamarla así, ha hecho imposible. Sería necesario para ello destruir lo propiamente humano, tarea en que las ideologías llevan dos siglos empeñadas.

“Dar guerra”

En algo coincido con Albiac, en el desprecio a la universidad. Veo un titular interpretando unas declaraciones mías: “Lo único que pide Moa es un debate”. Eso sería pedir peras al olmo, y yo no lo hago, solo denuncio la ausencia de debate por imposibilidad en una universidad intelectualmente mediocre y moralmente indigna, donde hacen su agosto los “profesionales de la mentira”, como los llamaba Julián Marías.  Hace unos meses Stanley Payne escribía: Moa (…) se ha convertido en un movimiento casi unipersonal que se enfrenta a la clase dirigente de la izquierda nacional, al ofrecer relatos e interpretaciones independientes de los principales problemas históricos. Su esfuerzo ha implicado casi inevitablemente un enfoque cada vez más polémico, una empresa solitaria que requiere una impresionante resistencia personal y valor moral. No solo me enfrento a la izquierda, sino también a casi toda la derecha, como puede ver quien lea el libro Galería de charlatanes. Pero, bueno, la incapacidad de toda esa gente para debatir seriamente me da suficiente resistencia, es decir, refuerza mi confianza en tener razón, aunque no pueda llegar más que a una minoría, no muy activa tampoco. En los primeros años me sublevaba tal panorama universitario y político, pero las cosas son como son, o están como están. Hay que aceptarlo, y de todas formas han fracasado, al menos parcialmente, en su intento de condenarme a muerte civil. Mientras pueda seguir publicando y me quede salud, continuaré “dando guerra”. Con la mayor tranquilidad posible.

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