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Cultura y comunicación

Mil palabras de Azorín

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Un estudio filológico y literario de Rafael Escrig

Hace unos años, me embarqué en una tarea apasionante: redescubrir las palabras de Azorín. Sacarlas de sus novelas y ensayos y desmenuzarlas para ponerlas bien a la vista de todos. El léxico que Azorín emplea en sus novelas es digno de ese estudio detallado, por curioso y preciso al mismo tiempo.

La tarea que me propuse me llevó varios años de lectura, consultas e investigación. El resultado, dada su extensión, lo iré dando a conocer aquí, poco a poco. Esta es la primera entrega.

El libro que resultó de todo ese trabajo, lo titulé 1000 PALABRAS DE AZORÍN.

Así comienza:

Material imperecedero. Cuanto más viejo, más hermoso

INTRODUCCIÓN

La creación del lenguaje humano, es uno de los fenómenos más fantástico y trascendente de los acontecidos en el planeta. El lenguaje es altamente simbólico, práctico, expresivo, cambiante, imperfecto y al mismo tiempo, tremendamente hermoso. Pero hay otras maneras de explicarlo. Muchos filólogos y también muchos filósofos, han intentado definir lo según su propia forma de pensar. Algunos con ironía:

“El lenguaje es un hábito manipulatorio.” J.B. Watson.

Otros le han dado un sentido más académico:

“El lenguaje es un conjunto finito o infinito de oraciones, cada una de las cuales posee una extensión finita y construida a partir de un conjunto finito de elementos.” Noam Chomsky.

“Por el lenguaje entendemos un sistema de códigos con cuya ayuda se designan los objetos del mundo exterior, sus acciones, cualidades y relaciones entre los mismos.” A.R. Luria.

Otros, más filosófico:

“Existe un lenguaje que va más allá de las palabras.” Paulo Coelho.

Creo que ninguno tan acertado y tajante como el filósofo y escritor George I. Gurdjieff, que una vez se refirió al lenguaje como “un fantástico absurdo cacofónico.”

El lenguaje, ya en épocas históricas, tuvo la necesidad de ser fijado de alguna forma: las transacciones entre los pueblos, los negocios, las leyes, las batallas, todo requería ser fijado, en unos casos por deber, en otros, para gloria del gobernante, ambas necesidades empujaron a dar una solución al problema. La palabra, esa palabra cambiante e imperfecta como he dicho más arriba, era un arma que podía ser manipulada o mal interpretada, con lo que era necesario fijarla con claridad (recordemos la historia bíblica de las leyes de Dios, que fueron grabadas sobre tablas, en clara alusión al comienzo de la escritura, donde las leyes fueron una de las principales cosas que los pueblos necesitaron reglar para su cumplimiento; el comercio con sus apuntes contables, fue el otro motivo fundamental). Ese fue el comienzo de la escritura. En Sumer, se han encontrado restos que datan de hace seis mil años, con multitud de tablillas de arcilla grabadas con cartas de negocios, con anotaciones de productos, con recibos, con listas de léxico, con leyes, y también con himnos y con plegarias.

Los sumerios inventaron así la escritura jeroglífica, que más tarde se simplificaría transformándose en escritura cuneiforme, más ágil y concisa, pero más allá de la forma, modificaron el fondo, creando un sistema de escritura aglutinante, con el que se alejaban diametralmente de los pueblos semíticos vecinos, que no supieron dar ese paso. Dicho sistema, creaba signos que representaban sílabas, que uniéndolos a su vez, formaban las palabras. Se puede decir, por ello, que los sumerios inventaron un sistema de escritura que fue la base de las lenguas modernas escritas. El tiempo y el esfuerzo han ido creando ese tejido por el que nos desplazamos diariamente en nuestra comunicación. Se trata de un tejido sutil y delicado por su enorme fragilidad, y nuestro reto consiste en saber desenvolvernos entre sus hilos de la manera más precisa y correcta, pues, esta forma de comunicación nuestra, puede servir tanto para ofrecer una alabanza, como una maldición. Como dijo el sabio griego Anacarsis: «La lengua es lo mejor y lo peor que posee el hombre».

Demos un gran salto en el tiempo. Ya estamos en el siglo XVI, el XVII, el XVIII, el XIX. La sociedad alcanza su mayoría de edad (si es que no resulta demasiado pretencioso hablar así); las revoluciones sociales ayudaron por su parte, aparecen los grandes cambios, y aparecen los estilos literarios, las corrientes, las tendencias, el triunfo de la novela. Cada nación tiene a sus representantes, sus creadores que se atreven a innovar alejándose de la redacción pomposa de épocas pasadas, herederas de las mal llamadas lenguas muertas y escriben tal como habla el pueblo. Aparece la novela moderna. La novela se hace popular en el siglo XIX, en Rusia, en Francia, en Alemania, en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en España, y es precisamente en el siglo XIX cuando nace nuestro protagonista.

España tuvo un nuevo florecimiento durante este siglo, de la mano de una pléyade de grandes autores, me atrevería a decir un segundo Siglo de Oro. Digo un florecimiento, en el mismo sentido que comentó Benito Pérez Galdós en una de sus crónicas parlamentarias, cuando dijo: “Estas flores de que hoy hablaré no son las silvestres de los campos ni las cultivadas en huertos y jardines, ni las que, en gallardas macetas o en rústicos tiestos, decoran los salones de los ricos y las ventanas de las casas pobres. Son pura y simplemente flores retóricas, de las que crecen con pasmosa lozanía en la selva inmensa de nuestra oratoria parlamentaria.” Así mismo, las flores a las que me refiero son ese ramillete de escritores que todos conocemos, desde los románticos hasta los modernistas, Azorín, entre ellos.

De Azorín como escritor, se podría decir, sin abandonar el símil, que se engalana con el aroma de una flor humilde, campesina; de un aroma penetrante y reconocible, como el romero, como el espliego, como el tomillo.

SOBRE EL AUTOR

Si abriésemos un libro sin título ni el nombre del autor en la cubierta y nos pusiéramos a leer, adivinaríamos al instante que se trata de Azorín, precisamente por ese aroma tan reconocible que tiene su expresión. Azorín escribe con esa naturalidad que nos señala con sus propias palabras:

La sencillez, la dificilísima sencillez, es una cuestión de método. Haced lo siguiente y habréis alcanzado de golpe el gran estilo: colocad una cosa después de otra. Nada más, esto es todo.

No diré nada nuevo, si repito lo de su maestría en la descripción y la meticulosidad de los pequeños detalles:

Yo creo que le debo contar al lector, punto por punto, sin omisiones, sin efecto, sin lirismos, todo cuanto hago y cuanto veo.

No diré nada nuevo volviendo a hablar sobre la riqueza de su prosa y la propiedad de su vocabulario. Sobre sus cualidades líricas y su pulcritud para hacer más expresiva la realidad que nos rodea. Diré tan sólo lo que cualquiera puede apreciar en la lectura de sus novelas. Por otra parte, para hablar sobre la obra de Azorín, no hace falta que nos extendamos demasiado, porque todo lo que podamos decir sobre él ya lo han dicho antes. Sí, todo está dicho sobre Azorín, pero nunca está agotado. Siempre se puede volver sobre él para recrearnos con sus palabras. No sólo como un modelo docente, sino como algo vivo que nos interesa conocer. ¡Hagámoslo!, aunque sea únicamente por placer.

Azorín fue un innovador que creó un estilo personal con dos ingredientes: la elegancia y la sencillez. Azorín hace que nos sumerjamos en su tiempo narrativo, pero no sólo en el tiempo contado por minutos y segundos, como una de sus obsesiones, que también (en la novela “Doña Inés”, se refleja claramente ese tiempo físico), sino en el tiempo como elemento de ritmo, necesario para dar musicalidad a la frase larga haciéndola más emotiva (lo vemos en el uso abundante de la puntuación: coma y punto y coma). Azorín, teorizando sobre el estilo, se muestra enemigo de la frase larga y de la acumulación de adjetivos (sobre todo en su última época), sin embargo, en la práctica, emplea la triple adjetivación al final de una frase y aún la múltiple en muchas de ellas, con lo que consigue que ese ritmo y musicalidad buscado, se unan de esa manera tan especial.

Se diría que en muchas de sus descripciones, sobre todo en sus novelas más significativas: Castilla, La Voluntad, Los Pueblos…, el tiempo es el personaje principal; el tiempo aquilata la narración y nos suspende en una cadenciosa contemplación de las cosas. A mi juicio, ese es el gran descubrimiento de Azorín: parar el tiempo para hacerte ver un rayo de luz que atraviesa la ranura de una puerta y va arrastrándose sobre el tablero de una mesa, lánguida, lentamente; parar el tiempo para hacerte entrar en una humilde casa de Castilla y ver, de verdad, todo lo que en ella te recibe, sin moverte de la primera baldosa que has pisado. Es esa maestría y sencillez en el lenguaje, esa precisión y esa sensibilidad, que te llevan a descubrir el detalle más pequeño, lo que nunca hubieras visto por ti mismo, eso es precisamente lo que hacen de Azorín un escritor tan particular y extraordinario. Y ello tiene que ver con la minuciosidad con la que expresa todo lo que ve; esa minuciosidad en la descripción de todos los detalles, por sencillos que sean, que es otra de sus características principales. En Memorias Inmemoriales, nos dice:

El amor a las cosas lo tenía en grado eminente X; se ha distinguido como escritor por su afección a las cosas. Nunca ha perdido contacto con lo real. Tiene sabor una página suya por ese apegamiento a lo que se puede tocar y sentir” y más adelante: “sí que debe preceder al escritor una observación exacta y minuciosa de la realidad. ¿Y cuántos son los literatos que tienen amor a las cosas y que las observan con cuidado?

Azorín, a lo largo de la narración, se expresa con naturalidad, su palabra, sin ser rebuscada, es culta. Se podría decir que sigue el camino natural, pero lo personaliza con abundante empleo de sustantivos y adjetivos para reforzar su estilo descriptivo y crear esos cuadros llenos de color, tan barrocos a veces, tan expresivos. En su última etapa moderará la adjetivación y su prosa se hará más sencilla en un intento de ser más clara. Azorín experimenta en Superrealismo, una de sus novelas, podríamos decir, con el marchamo de más moderna, en donde el tiempo se despabila, limitando los epítetos y creando frases cortas, para darle ese dinamismo a la prosa que él mismo propugna. Pero, a pesar de todo, es en la frase larga y la adjetivación múltiple, cuando despliega todo el colorido y la belleza de su expresión.

He dicho antes que, su palabra sin ser rebuscada, es culta. Sí, Azorín emplea un léxico culto, pero se trata, simplemente, de usar la palabra justa. No busca asombrarnos con su erudición, con su conocimiento del idioma español. Efectivamente, tiene como cualquier escritor debe tener, un léxico abundante y cuidado. Conoce las palabras que se refieren a docenas de oficios, palabras propias del campo, de trabajos que ya nadie conoce, palabras que toma prestadas, muchas veces, de los clásicos, pero no nos obliga a ir con el diccionario a cuestas, no es tan perverso como alguien pudiera pensar. Sus palabras no son tan extrañas y, de hecho, las podemos encontrar en otros escritores de su época. Pero Azorín tiene un detalle con nosotros, con sus lectores: Azorín da muchas veces la explicación de esa palabra que está usando. ¿Veis como no es tan perverso?

Aquí tenemos unos ejemplos que se pueden encontrar a lo largo de sus novelas:

…la cilla, en donde se recogen los granos del diezmo.

…las alhanías, o alcobas.

…sartorio –un latinismo- quiere decir arte de la sastrería.

…Cajería. Sí, sí, es decir, Funeraria.

…con un alfamar. Alfamar -lo advertimos- es un cobertor de color rojizo.

…digo lucubraciones, es decir, trabajos que se realizan nocturnamente.

…piedra friable, se iba deshaciendo con el pisar.

…en la nocturnancia, tiempo de las nueve a las doce de la noche.

Esto sólo lo hace alguien que quiere dar explicación detallada de lo que dice, para que el lector no se pierda nada. Que nadie diga que Azorín tiene un lenguaje hermético, que emplea palabras abstrusas o incomprensibles (esto último lo digo en alusión a lo que estamos señalando). ¿Es que Azorín se siente algo pedagogo del lenguaje? ¿Es que Azorín entiende que sus palabras pueden ir más allá de la comprensión inicial del lector? En cualquier caso, he de decir que no he encontrado otro autor que de ese tipo de explicaciones a sus palabras. Claro que el léxico se ha reducido tanto en el hablante, que quizá ya no haga falta explicar palabras como: grande, siete, bastante, nuestro, que, nada, tomar, de… (Estas palabras son, al azar, unas de las más usadas en el español actual, según los datos estadísticos proporcionados por el CREA, «Corpus de Referencia del Español Actual», perteneciente a la RAE.

Quiero adjuntar aquí, parte de un artículo escrito por don Ramón Carnicer, aparecido en “La Vanguardia Española”, el 8 de junio de 1973:

En distintos pasajes de su obra, manifiesta Azorín estos propósitos: claridad, orden, lógica; la claridad, a su vez, requiere simplicidad; en cuanto a las palabras, han de ser limpias, concretas, puras, precisas. La postura de Azorín refleja, ante todo, una sensibilidad, pero supone también una reacción deliberada contra la expresión literaria predominante a fin de siglo: un realismo a menudo prosaico y desmañado; una ampulosidad retórica, de párrafos desmesurados y rotundos. Respecto a la adecuación del juicio a la realidad, Azorín se impone estas normas:
“Reportémonos en el encarecimiento”, “Sofrenémonos en la ponderación”.

Con tales criterios, no ha de extrañarnos la atención de Azorín hacia aquello en que menos cabida encuentran la retórica y la grandilocuencia: lo cotidiano, lo vulgar —donde hallará formas, colores y reflejos de insospechada calidad estética—, así como hacia los pueblos y los autores olvidados, las gentes, ignoradas y humildes, en las que percibe dolor, hondura, gracia, dignidad.

Sí, como dice Ramón Carnicer, ese es otro detalle a destacar, su mirada hacia las gentes humildes, los viejos oficios, los ancianos, los labradores, esas gentes del pueblo que él admira, porque han ido conformando generación tras generación los pueblos de España, con su trabajo callado, con su paciencia, incluso con su dosis de fatalismo, pero con la entereza y la fuerza que da la sabiduría de todo un pueblo. Un pueblo que ha dado genios como Cervantes, donde tanto se mira Azorín, un pueblo que ha dado tantos místicos y tanta gente que han tenido que luchar contra la miseria, contra el hambre, contra la sequía de unas tierras requemadas por el sol de nuestros antepasados. Y ahí está Castilla con la que a veces se obsesiona Azorín, que no quiere entender el estoicismo de sus gentes y se revela contra esa postura de postración, pero que a través de ella, nos muestra toda la belleza de su tierra amarilla y de su cielo azul. Y, después de todo, parece que quiere ver el conformismo de sus gentes como algo sabio. Es la actitud de Sancho. En realidad, Azorín tiene mucho de Sancho y mucho de don Quijote. En su obra se pueden ver claramente esos rasgos: por una parte la ilusión, la búsqueda de la belleza, la denuncia, por otra, la contemplación, el conformismo, con su parte de ironía a veces.

La próxima entrega será la segunda parte de esta introducción, donde continuaremos hablando de la técnica del autor y los diferentes aspectos que lo distinguen y caracterizan en su novela.

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