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Pío Baroja, la novela y yo Cultura y comunicación Series

Mujeres de ficción en Azorín y Baroja (II)

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Segunda y última entrega de la serie que muestra el titular. En este capítulo el autor reflexiona sobre la novela Laura o la soledad sin remedio, de Pío Baroja, con la guerra civil y la II Guerra mundial de fondo. También comenta María Fontán, novela rosa de Azorín.

Fernando Bellón

Laura Monroy es la mujer barojiana que vamos a comentar en esta segunda entrega de “Mujeres de ficción en Azorín y Baroja”. La novela de la que es protagonista es Laura o la soledad sin remedio, escrita en París en 1939 basada en la propia guerra civil y en las experiencias de Baroja en Francia antes de regresar a España.

Para entender el estado de ánimo del autor, es preciso tener en cuenta el convulso momento por el que pasaba Europa en aquellos años. Baroja había salido el verano de 1936 a toda prisa de España, escapando por los pelos de que una banda de requetés le fusilara. Se refugió en París, en el Colegio de España, ocupado por intelectuales y artistas republicanos, no siendo él nada creyente en la República. Volvió a la España Nacional, que él llamaba “blanca” por semejanza a la Rusia de 1917, participó en la constitución del Instituto de España, jurando adhesión al nuevo Régimen. Nada conforme con la nueva España, volvió a París, pasó allí la drôle de guerre, y antes de la invasión nazi a Bélgica regreso definitivamente a España. José Carlos  Mainer dice que consideró la posibilidad de irse desde Le Havre a  los Estados Unidos, que veía como el sucesor de Europa en todos los órdenes, como lo fue; pero quizá se vio demasiado mayor para un cambio que le alejaba acaso para siempre de su familia, una necesidad de la que no podía prescindir.

El antecedente de sus tres obras dedicadas a la República, serie titulada “La Selva Oscura” (La familia de Errotacho, El cabo de las Tormentas y Los visionarios), encaja a la perfección en las novelas que escribió sobre los españoles exiliados o refugiados en París: Susana y los cazadores de moscas, Los impostores joviales y el tesoro del holandés, Yah-Si-Pao o la esvástica de oro y Los buscadores de tesoros.

Algunos han considerado “menores” estas novelas de los años 40, e incluso “obras alimenticias”. Esto se refiere sobre todo a El puente de las ánimas, El hotel del Cisne y Las veladas del chalet gris. Jorge Campos, uno de los biógrafos de Baroja dice: “Se multiplica en estas novelas la proliferación de personajes, que entran y desaparecen en cualquier momento de la acción, y que se enredan en conversaciones dejando muy en segundo término la entrevista línea argumental”. Hay quien reprocha a Baroja su falta de cuidado. Pues muy bien, que intenten emularlo.

A mí no me parecen obras menores, además, me gustan y me entretienen. Si abusamos del equívoco término “vanguardia”, podrían considerarse así, aunque en realidad fueran un refrito, que nada tiene de condenable. En cuanto a lo de “alimenticias”, el que inventó este término debería ser un listillo de familia de banqueros, sin problemas para alimentarse sin dar un palo al agua.

Verano del 36 en Madrid

Baroja sitúa a Laura y a su familia en la calle Ferraz, en Arguelles, barrio en el que él vivió hasta el estallido de le guerra. Uno puede suponer que está hablando de personas de carne y hueso que conoció, y transformó en personajes. Esto es algo que hacen muchos novelistas, aprovechar la realidad para ficcionarla. Por la frescura de esos personajes barojianos es lícito pensar que estaba retratando a personas conocidas.

La novela está divida en cinco partes. Está redactada en tercera persona, aunque no puede decirse que se trata de un narrador omnisciente. La primera parte se desarrolla en Madrid, en 1936. Pone en escena a la familia Monroy y sus problemas económicos. Los Monroy son la familia materna de Laura, y tienen cierta pátina aristocrática. Entre ellos hay viejos y jóvenes, fascistas y comunistas. El retrato de la sociedad española, en concreto la madrileña es espléndido. Al inicio, no manifiestan los personajes una tensión de guerra inminente. Primos y primas y sus parejas se reúnen con frecuencia, sin que las discusiones políticas sean feroces. Se entretienen como se hacía en aquellos tiempos sin aparatos sofisticados. Juegan a prendas, a hacerse horóscopos y a aventurar su futuro personal. Aquí sí emergen las pulsiones de guerra: se pronostican muertes, encarcelamientos y exilios. A un cura que asiste a las tertulias, le anticipan martirio. Pero es preciso subrayar otra vez que los reunidos no están divididos en bandos, que cada uno tiene su ideología, su credo y su doctrina, pero no se la echan en cara mutuamente.

Laura estudia Medicina en el hospital de San Carlos (hoy museo Reina Sofía). Baroja nos deja claro algo: “Quizá el conocer la anatomía y la fisiología de los sexos le impidió sentir la seducción de lo erótico y hasta de lo obsceno, frecuente en la juventud”. El autor se está situando en el vidrioso tema. Nos muestra su formación médica con anécdotas reveladoras de la psicología del español medio de la época. Especula Baroja sobre la división ideológica entre los jóvenes, en especial los no proletarios; todos proceden de la misma sociedad, y de un modo inexplicable unos se decantan a la izquierda y otros a la derecha.

“Entre las estudiantes, algunas no pensaban más que salir de casa y andar con las amigas y amigos de fiesta, al cinematógrafo y a los campos de fútbol. Los jóvenes [creo que se refiere a los chicos] tenían, en general, una actitud de petulancia.”

Esta descripción ha valido en España y en casi toda Europa hasta  los años setenta. Por eso me parece importante de la generación Z lea estas novelas magníficas, donde encontrará más realidad que en los ensayos o en los libros de historia.

Los Monroy tienen la costumbre de pasar el verano en un molino de la zona vasco francesa. Detalla el novelista la relación del padre de Laura, catedrático de Geología, fallecido, con un vasco. Se nos presenta a Luís, hermano de Laura, y a la novia de éste, Mercedes, que será clave en el desarrollo de la acción posterior. Se nos dice que Mercedes “tenía una idea de la vida como de lucha y deporte”. De Luís dice que es un egoísta, aunque no un desalmado.

Describe Baroja las tormentas amenazadoras de junio y julio del 36. Luís aconseja a su hermana que guarde lo que tiene valor, y se marche con su madre lo más lejos posible de Madrid. La portera de la finca, “que es roja como un pimiento”, dice que se van a sublevar los militares y el pueblo armado lo va a impedir. Como escenas fugaces, el autor relata anécdotas del violento ánimo entre la gente.

Por fin se ponen en marcha varias mujeres Monroy en dos automóviles hacia Francia. Pasan la frontera al anochecer, y se hospedan en Hendaya. Se instalan luego Laura y su madre en el molino de Etchebiague, y allí se enteran del golpe militar y su fracaso en Madrid.

En agosto aparece en Francia Mercedes, la novia del militar, Luís, el hermano de Laura. Se cruzan noticias sobre los horrores en España, y concluyen que Luis ha muerto. Mercedes acaba yéndose al molino con las Monroy, y confiesa que está embarazada, forzada por un jefe anarquista en un cuartel. A Laura le sorprende que la muchacha ya no es una joven elegante y bien educada, sino una “mujer primitiva a quien el fauno brutal sorprende en el bosque y la violenta”.

La madre y la hermana de Mercedes se dedican a vivir de prestado, y se entienden con quien las quiera sostener. Uno de los que informan a Laura y a Mercedes de este enredo las juzga así: “Interiormente, y, aunque no lo confiesen, encuentran la inmoralidad muy atractiva siempre que vaya envuelta en dinero.”

Una guerra feroz

Las guerras son escenarios proclives al melodrama, porque lo melodramático empapa el escenario social de un modo inevitable y absoluto. La diferencia entre Baroja y los autores de su tiempo y de este en relación con el melodrama es que el vasco lo retrata con limpieza y sencillez, como lo que en realidad es, una deformación de la vida debida a circunstancias excepcionales. Las novelas superventas presentes, casi todas escritas por encargo editorial, son pastosas, pletóricas de angustias falsas. Esto también se observa en las teleseries y en las películas de género. ¿De qué género? De todos.

Un ejemplo de la maestría de Baroja con el melodrama es el cinismo jovial de los personajes, no ese cinismo refinado y perverso de la telebasura. “La Adela [hermana de Mercedes] me ha comunicado por teléfono que se casa con ese aristócrata viejo, y después me ha dicho ´Oye, me voy a casar, luego nos veremos con más libertad´. Yo le he preguntado: ´Y tu marido, ¿no se escamará?´ ´No, ¡ca! Estos son predestinados.´”

El último capítulo de la primera parte se titula “Las historias de Silvia”, la pariente aristócrata de las Monroy. Es una sucesión de informaciones sobre la suerte de amigos y vecinos de Ferraz, salvo unos pocos revolucionarios, casi todos perseguidos y fusilados por bandas “populares”. Están escritas con la insuperable ironía barojiana, y servirían bien para refrescar la “memoria histórica” de tanto sectario ignorante de hoy.

Acaba con el parto de Mercedes, que entrega el niño a una nodriza para que le crie, porque ella tiene que ganarse la vida. La parturienta dice a Laura, quizá en serio, aunque se ríe, que si se tropezara con el violador se casaría con él, aunque fuera un obrero, porque le parece “que era hombre para mí”, un bruto vitalista que ha participado en la creación de un niño fuerte y sanote, un “morrosco”.

Una novela de mujeres

Las aventuras y desventuras de Laura y Mercedes en París permiten a Baroja presentar un escenario lleno de mujeres. Otra prueba más de que la misoginia que se le atribuye es un mito, un fake, como se dice ahora. La lectura de las novelas del escritor vasco descubre a un hombre con un entendimiento grande de las mujeres, y un  respeto poco frecuente en la época hacia ellas.

En Laura, o la soledad sin remedio hay pocos personajes masculinos, y no salen bien parados de la observación crítica del autor.

Los meses que el vasco pasó en París los dedicó a socializar, a pasear y a escribir crónicas para la prensa argentina con las que se ganaba la vida. Las descripciones de París son soberbias por lo sencillo y “vulgar” de los escenarios. Son los mismos que ven otros autores, tanto franceses como extranjeros, que suelen presentarse envueltos en un celofán de colorines o sórdido. Baroja describe lo que ve cualquier turista, pero con maestría

“Todo el barrio ofrecía el mismo aspecto provisional y poco definitivo. Formaba parte de esas afueras de las grandes ciudades, borrosas, sin carácter y sin gracia.” Se refiere a barrios que hoy son de clase media bien situada. Me he tomado la molestia de repasarlos a vista de pájaro en Google Maps, y están ahora en pleno centro, un centro algo excéntrico, claro, dadas las dimensiones de la ciudad. En mis últimas visitas a París he visto algunos arrondissements de un siglo más o menos de antigüedad, y responden a la visión del París que vio Baroja en 1936.

“De lo antiguo no quedaban más que barracas despintadas, casuchas bajas y grises y de ladrillo rojo, talleres de cantería con lápidas sepulcrales de mármol […] Lo moderno eran aquellas casas grandes de cemento, diez o doce pisos que parecían enormes cuerpos pálidos y anémicos, y los garajes inmensos como estaciones de tren.” “Los domingos, en las puertas de Vaves y de Versalles. Se notaba algo de feria por los alrededores: tiovivos, montañas rusas, rifas callejeras, loterías y tiro al blanco”.

En julio de 1968 pasé en París unos días en casa de un tío segundo que vivía en la banlieue. Ese escenario de Baroja persistía, al pie de la letra. Luego han sobrevenido los dramáticos cambios urbanísticos sufridos por todas las grandes ciudades, incluidas las del Tercer Mundo, que parecen salidas del mismo molde.

Las peripecias de Laura y de Mercedes ocupan la mayor parte de la novela. El estilo de Baroja, que me hace pensar en los tebeos por la variedad de rostros y de recursos, es de los que se decían trepidantes, pero a la vez reposados. Uno no se cansa de ver pasar individuos y mujeres de toda clase y psicología, encajados en una maquinaria de precisión, porque la historia principal se desarrolla surtida de cientos de subtramas y de seres humanos como un automóvil caro y seguro. El truco de Baroja es no estereotipar la realidad.

“A Laura le sorprendía y quizá no le debía haber sorprendido, que gente de París, y de un medio intelectual, fuera tan sencilla y tan ingenua como podían serlo personas de una aldea o de una pequeña ciudad.”

“Todos los elementos que puedan producir la ambición, la codicia, la sensualidad o la doblez aparecen en la ciudad pequeña y hasta en la aldea.” Esto es lo que hace que la buena literatura, como la de don Pío, pueda tener cualquier escenario, porque lo decisivo en ella es el ser humano, no la influencia que pueda tener en él el decorado. En otras palabras, la naturaleza influye en el hombre tanto como la herencia biológica y el zarandeo moral que éste sufre a lo largo de su existencia.

He aquí otra reflexión nítida, en relación con la “gran literatura” francesa, Padre Goriot de Balzac, novela insuperable para determinado personaje. La respuesta que recibe es esta: “Es evidente que el Padre Goriot es una gran novela y que ha producido la sugestión sobre París en el mundo entero; pero en España hay un libro muy superior a él. [El Quijote.] Porque hasta en ese punto de la sugestión  es distinto; producir la sugestión sobre París, que es una ciudad famosa, rica, grande, no puede ser difícil; pero producirla sobre la Mancha, ¡una tierra pobre, ése sí que es el mérito!”

Hay un capítulo titulado “La superstición de la perversidad”. En él el novelista zarandea de las solapas a Oscar Wilde, “un autor inmoral”, que produce la admiración de algunos de los componentes de una suerte de tertulia internacional. Una de las asistentes, fascinada por cierto dandy decrépito que venera la memoria de Wilde, se entrega a un romanticismo extravagante y fangoso. “Para ella lo primero era la elegancia, el buen tono, la distinción. El amor sin dinero —contigo, pan y cebolla—era una ridiculez para gente de poco más o menos. Todo lo que no fuera acompañado de lujo, pompa y de arte no valía la pena de tomarse en serio”.

Personajes reales que parecen de fábula

Los rusos y las rusas son otro tema recurrente en Baroja. Es probable que el vasco conociera estos ambientes porque los visitara durante sus inmersiones en las gentes del París de la preguerra, un nido de pajarracos. Mercedes acude a alguna de las reuniones, frecuentadas por tipos de la aristocracia en el exilio, profesores y coroneles transformados en chóferes, mecánicos y pequeños empleados de París. Un periodista recuerda haber visto a Lenin y a su mujer paseando por el parque de Montsouris cuando el bolchevique también era un exiliado. Le describe como un gnomo malicioso y audaz. Es curiosa la información de Baroja sobre las purgas de Stalin y las acciones de la Gestapo; a la GPU (Gosudarstvennoe politicheskoe upravlenie: Directorio Político del Estado) la llama “Guepeu”. “Vivían todos estos rusos en un ambiente de folletín que no se parecía en nada al de los emigrados españoles”.

Otro de los escenarios son los teósofos, seguidores de Madame Blavatski, que inventó una religión para ricos deprimidos.

Mercedes es requerida de matrimonio por un médico francés. Ha reaparecido Luís, el hermano de Laura, y dice de su  antigua novia que a todas las mujeres les pasa lo mismo. “Las fuerzan, ellas no quieren”. Baroja deja claro el egoísmo vulgar del varón.

Hay bastantes conversaciones en torno a la calidad y naturaleza de la mujer, entre hombres y mujeres como Laura y su nueva amiga Kitty, una rusa emigrada.

Deciden aceptar la invitación de un ruso rico, físico y astrónomo, para establecerse en Suiza como institutrices de sus hijos. Baroja recoge en estos capítulos su propia experiencia en el país alpino, en casa de su amigo Paul Schmitz, exactamente en los momentos de la acción de su novela. Vale la pena recordar que el autor había pasado otras temporadas en casa de su amigo suizo, que probablemente le sirvieron para escribir escenas de la novela resumida en la primera parte de esta miniserie, Sacha Savarof, La vida es ansí. Resulta evidente la base real de sus historias, que aparecen en sus novelas como reportajes ficcionados.

La parte suiza de la novela está llena de nuevos personajes que aparecen y desaparecen, como dice Jorge Campos, y lejos de ser muñequitos fantasmales poseen una vida peculiar cada uno, y dan un cromatismo fascinante a la novela.

“Lo que más le molestaba era la tragedia familiar, las actitudes dramáticas, lo que él llamaba el ibsenismo y el wagnerismo casero”, dice de Golowin, el astrónomo. Otro posicionamiento sobre la creación literaria: describe a seres humanos, que a veces copian a personajes atormentados de Ibsen. Pero el vasco descubre su disfraz, y les desnuda.

Laura tiene la oportunidad de casarse con el astrónomo. Pero duda: “le hubiera gustado más un hombre de decisiones fuertes, aun a trueque de que se mostrara egoísta y bruto”.

Vuelve Baroja a la violación de la mujer. Mercedes, que sigue en París se ha confesado con un cura. Cuenta a Laura la experiencia, el interés del cura en saber si había experimentado placer o dolor, si el acto había durado mucho. Laura admite que se sintió unida a su violador después del acto. Supongo que hoy se llamaría síndrome de Estocolmo. El cura, nada iluso, tiene otra explicación por la experiencia de mujeres violadas en tiempos de guerra: “Al parecer esas mujeres reconocían que casi no sabían lo que era el amor, hasta que había llegado la época de la guerra.”

Menciona una visita a un cabaret con el astrónomo ruso. “Después del espectáculo erótico y del french cancan desenfrenado, el baile se convirtió en literario, y las mujeres danzaron unas poesías de Baudelaire”. Y comenta el científico: “Si sigue así, pronto veremos bailar Las Máximas de La Rochefoucault o El espíritu de las leyes, de Montesquieu”.

El recorrido geográfico de los protagonistas permite a Baroja introducir nuevos elementos en la acción, que no en la trama, que no existe, y que se limita a seguir los movimientos de la triste Laura. Uno de ellos la lleva a Londres con la hija del astrónomo Golowin. Como Baroja también había estado en Londres, lo llena de “gentes absurdas”, título de uno de los capítulos referido a una estancia anterior en el país vasco francés.

Un matrimonio convencional

Por fin se produce la boda entre el profesor y Laura. Y en Londres reaparece la tía aristócrata de Laura, Silvia. Las anécdotas o escenas que salpican este episodio de Londres son verdaderos retratos de una sociedad poco conocida en España, pero que Baroja ha observado con curiosidad para contárnosla. Una norteamericana pintora dice que tiene en su país un novio, pero que ha resultado un invertido, y que ella se ha buscado un amante en Londres; luego informa que se ha desengañado de ese amante y se ha buscado otro. Todo en medio de una jovialidad que a Baroja le costó el calificativo de nihilista.

Otras bromas de nuestro autor. A Laura la llaman “princesa”, porque la suponen casada con un príncipe ruso. Ella lo niega con naturalidad en una recepción de la aristocracia británica. Una española viuda y muy guapa cuenta sus peripecias en la España roja y en la blanca, donde ha ido como representante de una casa comercial inglesa. Laura le pregunta por aquellos amigos que se reunieron al inicio de la novela para hacerse el horóscopo. Se había cumplido al pie de la letra. Asesinatos y suicidios incluidos, al fin y al cabo efectos colaterales de una guerra brutal.

Finaliza la cuarta parte de la novela con unos esbozos de músicos homosexuales, otro judío amable y sonriente, pero egoísta y taimado, una lesbiana, morfinómanos y “y tipos del mismo orden”. Un retablo fantástico pero real como la vida misma. Todos los que han vivido en el extranjero durante un tiempo, yo también en Australia y en Alemania, hemos conocido seres estrafalarios, escapados de las novelas del vasco, que en nuestra tierra no solíamos frecuentar.

Y llegamos a la quinta y última parte de Laura, o la soledad si remedio. Tiene para mí un valor sociológico y filosófico excepcional.

Nos encontramos con una Laura casada con Golowin, el astrónomo ruso. Mercedes también se ha casado y se ha ido con su marido, el médico francés, a Nueva York. Ninguna de las dos vive pendiente de la incertidumbre. La familia habita un hotel o chalet en un barrio alto con una vista privilegiada sobre el Rin, en la ciudad de Basilea, empotrada entre Francia y Alemania. Además, se ha quedado embarazada. “La vida en la casa era un tanto monótona, y había que dedicarse a la lectura”. Evoca nuestro autor el temor de los suizos a que si estalla la guerra prevista franceses y alemanes ocupen la ciudad empotrada.

Melancolía en Suiza

Basilea es sede de curiosos personajes y de sectas religiosas, entre ellas la de Rudolf Steiner, fundador de la antroposofía, el método pedagógico Waldorf y de la agricultura biodinámica, que vincula los cultivos con el universo próximo, la Luna y los planetas. Toda  esto a Laura le importa poco, sólo le causa curiosidad. El astrónomo se ríe de los sofismas, y cree que Steiner es un farsante. Menciono esto porque nos sirve de referencia para establecer el posicionamiento del autor en torno a estos asuntos escurridizos. Hoy, la biodinámica es una práctica agrícola protegida en Alemania y aceptada en medio mundo.

Numerosas mujeres visitan la casa de Laura y de su marido. Baroja las despacha en frases rotundas, y uno parece verlas pasar por delante como cromos. Se evoca el temor de los profesionales y empresarios no judíos hacia sus competidores, a quienes consideran con menos escrúpulos que los demás y más peligrosos. Adecuado retrato del espíritu de la época.

Una excursión hace un grupo de amigos a cierto castillo entre montañas y bosques, “que recordaba a los de Bocklin”. Es curioso esta mención al pintor post romántico alemán; no es la primera en el libro, y da la impresión de que a Baroja le gustaba su estilo, del que abominaba su amigo Ortega y Gasset.

Las incidencias domésticas se suceden en la narración, que viene a ser una especie de dietario magnífico y revelador de una fracción social. A través de las conversaciones descubrimos que Baroja estaba al corriente de las teorías psicológicas modernas, en concreto del behaviourismo o psicología de la conducta. También encuentra el autor espacio para la “sociología del lenguaje”.

“No nos queda más que lo arbitrario”, dice un médico. “Y ahora estamos tocando las consecuencias. Se descompone el lugar común con más rapidez que nunca. El lenguaje no expresa más que relaciones entre unas imágenes con otras; pero la esencia de las cosas no las expresa ni las puede expresar. Así, toda palabra tiene su antagonista o su antónima; pero esto no significa que este antagonismo sea una contradicción verdadera, igual y paralela en la realidad”.

Además del fondo filosófico del razonamiento, se ve en esta descripción hechos que hoy son vicios incontenibles, como la descomposición del lugar común; y hace ochenta años no había internet.

Las purgas de Stalin también aparecen en la novela, con detalles folletinescos pero reales, como se supo después, entre otros los campos de trabajo o gulag.

Esta profusión de personajes que aparecen y desaparecen, pero que poseen cuerpo y alma, me maravilla, y reflejan el almacén de seres dispares que era la cabeza de Baroja. Y también es admirable su capacidad para novelar la rutina con colorido y agudeza.

Laura da a luz un hijo, y pasa unos meses de reposo que cualquier novelista habría despachado en dos frases. El contraste con la alegría calmada de Laura es otra mujer, que la odia y la menosprecia, entre otras cosas porque el marido, Golowin trata a su mujer con respeto y cariño, en lugar de dominarla y esclavizarla. Esta mujer, llamada Irene, acostumbra a coquetear con los hombres, incluido el marido de Laura. Esta Irene termina suicidándose de un modo oscuro.

En el epílogo de la novela nos enteramos de la tristeza perpetua de Laura. Desde la perspectiva actual no se le puede llamar depresión. Es la melancolía que produce el equilibrio y el bienestar.

“A pesar de que todo les salía bien, Laura se sentía lánguida y desconsolada. Era la tristeza de su vida. Ella tendía a querer con pasión, a entregarse por completo; pero veía que la querían con reservas”. Este párrafo es para mí uno de los enigmas de Baroja, ¿qué es sentirse querido sin reservas? Baroja insiste en que a Laura le faltaba ánimo para vivir con energía, sometida a la desgana, algo que atribuye también a Golowin, el astrónomo que no para de viajar, de estudiar de observar en universo aquí y allí, una especie de Einstein tranquilo.

La última frase del libro es “Lloraba como si hubiera fracasado completamente en la vida”.

Ahora podría yo seguir, con especulaciones sobre el dolor, el sufrimiento, la melancolía, y llenar  un libro de ensayos. Quizá algún profesor de literatura lo haya hecho. Pero prefiero el silencio, y reconocer en esta sensación barojiana de la tranquilidad, el mismo sentimiento de Azorín y de sus personajes, que se colocan en un balcón con la mirada perdida, el codo en el balaustre, la palma de la mano en la mejilla, saboreando la tristeza de no entender nada de lo que somos, de donde venimos y a dónde vamos.

María Fontán, (novela rosa), de Azorín

Escribe Azorín María Fontán en Madrid en 1943. La II Guerra Mundial devasta Europa. España se reconstruye con enormes sacrificios. El autor alicantino acostumbra  a pasar tardes en casa de madrileños pudientes como la condesa de Hortel (ignoro si es un personaje real), que tiene un hotel con jardín en la calle Serrano; todavía quedan algunos en su parte más alta, que ahora albergan empresas o instituciones. ¡Cómo cambian los tiempos!

El subtítulo de “novela rosa” fijado por el autor es motivo de discusión entre los estudiosos de la literatura. He encontrado un análisis en Internet del profesor Manuel Cifo González “El poder del amor y el destino en María Fontán”. Me ha parecido bien elaborado e interesante, excepcional en el piélago de ensayos aburridísimos de doctores universitarios.

En él se empieza planteando qué es una novela rosa.

Novelas rosas que, preferentemente, se publicaron en los años veinte y treinta y cuyos más conocidos representantes serían el jienense Juan Aguilar Catena, el alicantino Rafael Pérez y Pérez, el albaceteño Mariano Tomás y la madrileña Carmen de Icaza. Novelas que, según indica Ángel Valbuena Prat, en su mayor parte componen “cromos dulces que oscilan entre un ligero toque sentimental y una intriga falsamente aristocrática, que hacen las delicias de un público femenino que sólo anhela distraerse sin problemas hondos y al alcance de su dudoso gusto.”

Si el lector busca en Google, le saldrán multitud de páginas sobre Azorín. He revisado algunas, y he encontrado digna de recomendación una cortita y bien documentada de la Universidad Pompeu Fabra, en su “Diccionario de ensayistas”.

También reseño una pintoresca cita en cierta página académica inglesa encontrada en Internet. Olvidé copiar la dirección, y sólo tengo su corto texto:

Spanish poet and writer José Augusto Trinidad Martínez Ruíz wrote most of his literary works under the pseudonym Azorín.

The eldest of nine brothers, he studied law at the University of Valencia, then worked as a journalist in Madrid. He later emigrated to Paris. (¡!)

He was an anarchist in his youth, but grew more conservative as he aged and supported Franco when the General came to power in Spain (although the author remained in France). (¡!)

Una falta de seriedad equivalente a la de los académicos españoles. No podemos quejarnos

Un breve cuento de la peripecia de María Fontán lo encuentra el lector en esta página de Leyendo con Mar. Vamos a dejar el asunto aquí y vamos a pasar a nuestra propia visión de la novela.

Linaje hebreo

De los primeros capítulos, todos breves, de María Fontán se puede desprender que la protagonista, de nombre Edit Maqueda, es de linaje hebreo. Padre, abuelo y bisabuelos son comerciantes y artesanos de nombre bíblico. Proceden de Escalona, villa toledana, que Azorín describe con su censo de 1910. En esta fecha podemos situar el arranque de la historia de María, que se desarrolla en la primera mitad del siglo XX, antes de la Guerra Civil española y de la Mundial, porque ninguna de las dos se trasluce en esta novela rosa. Quizá porque en una novela rosa resulta inadecuada una guerra.

Azorín nos describe con pulcritud y vocablos inusuales el paisaje culinario de un pueblo castellano. El pan se guarda en un arcaz, que es un cofre grande. Hay frutas colgadizas y morcillas cagalares, que se hacen con el intestino recto de cerdo.

Y lo más estupendo, en lo alto de los murallones “puede el viajero sentarse, apoyar la cabeza entre las manos, y meditar con profunda quietud, largamente.”

Melancolía noventaiochista.

Edit Maqueda (sin H final) es una niña valiente y sensible; su cara es un óvalo perfecto, sus ojos negros y fulgentes, y sus labios gordezuelos y bermejos. Su madre, Ester, es una mujer triste sin motivo, acaso la supuesta melancolía judaica. El padre, Isaac, ha heredado del suyo un buen patrimonio, y se dedica al curtido y tintura de pieles.

Pronto la melancolía de Ester acaba matándola. También muere el padre, y Edit queda a cargo de un tío, Ismael, que hizo las américas, regresó rico y ha abierto una herboristería en Madrid. Es un tipo de luenga y ancha barba blanca, que siempre está leyendo un libro: Leaves of Grass, de Walt Whitman.

Al cabo del tiempo, un par de hojas de la narración, Ismael entrega a su sobrina un naife, diamante de calidad superior, según la RAE. La envía a Londres y a París para cultivarse, porque ve en Edit una seducción extraordinaria y una capacidad vitalista que debe cultivar y afinar. Y le dice: “Cuando vuelvas a Madrid, al cabo de dos años, ya no serás Edit Maqueda, sino María Fontán”. No se dan en el libro las razones del cambio de nombre. He buscado Marie Fontaine en la Red y he encontrado esta página de Wikipedia en francés. De María Fontán aparece repetidas veces una mariscadora e influencer gallega. Curioso.

En París

En París vive María sin ningún apuro, incluso una existencia de lujo. Dice Azorín que no quiere perder su independencia. La narración discurre en una atmósfera de cuento de princesas generosas e inefables. Es un cuento de la Cenicienta al revés, en el que la Cenicienta es una Madrastra noble y espléndida. Como dice Balbuena y Prats, “cromos dulces que oscilan entre un ligero toque sentimental y una intriga falsamente aristocrática”.

Enseguida aparece un poeta, Denis Pravier. Dice de la mano de María que “parece que va a coger lo infinito, que no se puede coger”. La toledana afirma que de niña no soñaba, pero ahora de mujer, sí lo hace. Se sobreentiende que puede hacerlo porque es mujer rica.

Azorín dedica amenos párrafos a describir París, sus callecitas, sus jardines, los estudios de pintores pobres. Encuentra en uno de estos paseos a Odette, la novia del poeta. Pravier se inspira en un libro de mineralogía para escribir sus poemas, porque las fórmulas científicas tienen solidez, limpidez e impersonalidad, que él quiere dar a sus versos. Esto viene a ser una declaración de vanguardismo, me parece a mí, porque Azorín es uno de nuestros vanguardistas más atrevidos, aunque no desde el territorio de la provocación y  la bohemia, sino desde la vida acomodada y el dandismo.

Recibe María noticia de la muerte de su tío Ismael, y le traspasan su cuantiosa herencia. En los cuentos no interviene Hacienda, por lo que María se hace riquísima. Vive en el octavo distrito, uno de los más ricos, cerca del cuartel (barrio, según la RAE) de la Magdalena.

Empieza la millonaria a realizar caprichos, como una dadaísta rica. Se vista de pobre huerfanita y se presenta en un hotel carísimo de la Plaza de la Concordia. No le hacen maldito caso, hasta que extrae el naife y lo enseña. Se instala en el hotel, donde reparte propinas de fábula. Luego hace otra travesura, que ella llama “experimento”. Va con el diamante a una joyería para venderlo, diciendo que se lo ha encontrado en la calle y cree que es falso. El joyero no cae en la broma.

Azorín coloca en escena a los vendedores de libros del Sena, que en París llaman bouquinistes y en español se puede traducir por “tabancos”. Un tercer personajes excéntrico de novela rosa se une al trío María,Odette, Denis, un tal Teodosio, librero imperturbable, con su puesto de libros en el Quai de Saint-Michel.

Pronto aparece un cuarto. María lo encuentra en el Jardín de Luxemburgo. Será decisivo en la historia. Es un caballero con prestancia, pulcro y elegante, de unos cincuenta años. Terminarán casándose, in articulo mortis, porque el hombre es el duque de Launoy, gran propietario, riquísimo, más que María. Pero antes pone a María a prueba. La alberga en su casa, y sólo se reúne con ella dos veces por semana en el comedor.

Diabluras de María

María sigue haciendo diabluras. Esta vez en el estudio de un sastre famoso a quien pide trabajo como obrera. Al final le compra un traje carísimo, una humillación bastante insensata. Esto le cuesta un reproche del poeta, que dice que María ha insultado a Odette, una verdadera obrera, vejada con la farsa de María.

María, para desenojar a Odette le regala bellas sedas de Lyon. Hace Azorín un recorrido literario por los mejores barrios de París, donde tienen sus talleres los grandes modistos. A Denis Pravier le regala una primera edición de un libro del poeta Francisco Malherbe, que vale miles de francos.

Como justificación de tanto despropósito, Azorín pone en boca de María Fontán este argumento: “Algo hay en mí —os lo digo como amigos— que surge de mi conciencia en determinados momentos y que reacciona contra lo que todos aplauden y admiran”. No me parece a mí una explicación convincente. Pero algo tenía que exponer el autor, algo que en realidad puede ser cualquier cosa, porque en una novela rosa vale casi todo.

La vida de María discurre entre carreras de caballos y entrevistas de semanarios norteamericanos a personas lujosas, por decirlo de alguna manera estereotipada; hasta le proponen rodar una película. Azorín está encajando el cuento en escenarios que viven del cuento, la prensa del corazón y Hollywood. Es chocante que estos escenarios hoy sigan existiendo, más potentes que nunca, gracias a los medios audiovisuales y a Internet. Son fábricas de cuentos de todo color, del negro al blanco, pasando por el arcoíris. Para acabar de establecer la correspondencia sociológica y cronológica, está en curso una guerra en Europa. Hoy, además de una guerra en Europa, las hay en Oriente Medio, en África, y guerrillas de todo tipo en medio planeta.

Uno se atreve a decir que nada ha cambiado en el mundo, salvo la tecnología, la demografía y el mercado pletórico en ciertas partes.

El caballero de Launoy es una encarnación del destino de María Fontán. El destino es un ingrediente inexcusable en los cuentos. El destino de Denis Pravier es ser bibliotecario del duque, y el de Odette, comprar, María Fontán mediante, una granja en Bretaña, de donde procede. No importa nada ni a María ni a su creador la ruptura del noviazgo entre esos personajes. Sabremos que ella tiene dos niños, de lo que se deduce que se ha casado. Es un cuento, recórcholis.

De vuelta en Madrid

Como he dicho, María se queda viuda. Su riqueza es fabulosa, de fábula. Invita a españoles insignes. Les consulta y decide viajar a Madrid. Se aloja en el Ritz. Y en uno de sus paseos conoce a un hombre con aire de mendigo. Le entrega 500 pesetas, un dineral de la época, le dice que se compre un traje, que se asee y vaya a visitarla al hotel. A continuación se dirige el Museo del Prado, allí se tropieza con un pintor de copias. También le favorecerá.

La novela empieza a convertirse en un cuento de hadas.

Debido a un dolor de muelas, María visita a un dentista, y este le cuenta un cuento. El cuento del encuentro de María con el duque, que se enamora de ella gracias a su blanquísima dentadura.

Azorín tenía sentido del humor, algo que la condesa de Hortel probablemente no captara. Envía a María de viaje en taxi a Maqueda. El taxista es un antiguo confidente de la embajada española en París. Se paran varias veces durante el viaje. María “coge en los lindes del camino unas florecitas silvestres, como las que cogía en su niñez, y se forja la ilusión de que el tiempo no ha pasado”.

A la entrada del pueblo hay un cura, a quien María da conversación. Es un hombre sencillo y pobre, con el balandrán (la sotana) remendado. María cuenta otro cuento, que alguien del pueblo cometió hace décadas una gran maldad, y le ha pedido a ella que compense su crimen, entregando dinero a los pobres, cien mil pesetas, que María extrae del bolso y entrega al buen cura.

El pintor de copias, Roberto Cisneros, lleva una vida penosa y triste. Sostiene con su humilde trabajo a su anciana madre y a su hermanita ciega. María Fontán se enamora de él y se casan. Al  taxista le regala un cochazo nuevo.

Y se acaba la historia donde empezó en el jardín del hotel de los condes de Hortel. Azorín culmina la bonita historia situando a los recién casado en el Bósforo, en “una casa vieja , con un jardín abandonado en que se elevan centenarios cipreses, y con una escalerita de piedra renegrida que baja hasta el mar”.

Una broma final. Entre los invitados de los  marqueses de Hortel hay un Pepe Gaucin de quien Google no tiene constancia. Interviene con una pregunta sobre la preferencia entre Jean Simeon Chardín, pintor francés del siglo XVIII, y el setabense José de Ribera. Para Gaucín la preferencia de los franceses sería por el francés. Y el autor le contesta que “Eso es otra cuestión” distinta del final de la novela

Coincidió que mientras trabajaba yo con María Fontán me entretenía viendo la serie Perdidos. Confieso que a veces, cuando los personajes del disparate norteamericano no sufrían, me parecía que Azorín habría sido un buen Showrunner o productor ejecutivo en Hollywood. Al fin y al cabo, le gustaba el cine.

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