Unos días en Aix-en-Provence. Diario de un viajero
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Nuestro amigo Rafael Escrig, naturalista, botánico, ensayista, artista plástico y filólogo es un consumado reportero de viajes. Publicamos una reseña-reflexión sobre el que ha realizado a Aix-en-Provence, Francia, que en su día perteneció a la corona de Aragón. Nítido y penetrante, Escrig no nos defrauda.
Rafael Escrig
Nos levantamos a las 5:10 de la mañana. Desayuno y arreglos de última hora. El taxi vendrá a recogernos a las 6:00. Vamos bien de tiempo. Viajaremos vía Marsella donde tomaremos un autobús hasta Aix.
Aix-en-Provence, es la capital histórica de la la Provenza y ésta se vende, entre otras cosas, por sus campos de lavanda. Los turistas llegan en autobús hasta la campiña y recorren con un guía las sendas de esos campos que ahora están en plena floración y esparcen aromas de colonia como en grandes aerosoles. Nada que envidiar a los campos y las calles de Valencia que ahora están repletos de flores de azahar.
El avión despega sin retrasos. Lo hago notar porque lo normal ya no es que los aviones salgan a la hora prevista, sino todo lo contrario. ¿Los motivos?: las huelgas, la guerra (siempre hay una guerra como excusa), el cambio climático (todavía más fácil recurrir a él), o podría ser una bandada de pájaros que vuela insistentemente sobre la pista y en el aeropuerto no disponen de ningún halconero para que sus fieles halcones les hagan huir. Toda excusa vale menos que el piloto salió de juerga la noche anterior y ha llegado tarde y ojeroso. Por suerte, aquí no ha ocurrido nada de eso y hemos salido en hora.
A los diez minutos de despegar, el avión comienza a vibrar y hacer ruidos extraños, como si algo en su estructura se estuviera soltando. Entonces piensas en lo frágil que es ese aparato y que os vais a caer sobre el mar que está debajo de tus pies. No pasa nada, son simples turbulencias. La pasividad de las dos azafatas que estaban frente a mí, ya lo demostraba. Pero ellas supongo que están entrenadas para no inmutarse y tranquilizar a los pasajeros como si no pasara nada aunque el avión se hunda en el océano. Se supone que ellas deben permanecer sin perder la calma. Después te da en pensar que esos aviones que en tierra parecen tan sólidos, están hechos con una simple estructura de metal y una chapa de unos milímetros remachada sobre unos tubos huecos. No son de acero macizo, ni de ladrillo y argamasa, ni de hormigón armado que resultaría tan fuerte y tan seguro, no, los aviones han de ser ligeros, con el mínimo peso posible, pero dando la sensación de seguridad. Metes la lógica en tu cerebro y concluyes que un avión de hormigón armado no se levantaría del suelo de ninguna forma y te pones a mirar por la ventanilla. Las turbulencias ya han cesado.
El ambiente dentro del avión es de tranquilidad. Muchos duermen como angelitos en sus asientos. Otros miran una película en la tableta. Llevamos media hora de vuelo. Las azafatas, más camareras que azafatas, ya han pasado dos veces con el carrito y ahora anuncian una especie de rifa con unas tarjetas que dicen que parte de lo recaudado irá destinado a los niños necesitados de toda Europa. ¿Cómo?, me gustaría verlo. Parte de lo recaudado ¿qué parte? Niños necesitados ¿qué niños? De toda Europa ¿qué Europa?
Cuando una persona se prepara para acceder al puesto de azafata de un avión, supongo que no se imagina el trabajo que va a hacer en realidad durante el vuelo. Realmente se trata de una labor entre camarera y comercial, pero sin comisión. Un poco decepcionante, supongo. Pero esto es algo que sucede en todas las profesiones. Uno se prepara para algo que después no tiene nada que ver con lo que hará: la enfermera limpiará culos, el albañil barrerá y recogerá escombros, el médico hará recetas todo el tiempo, la secretaria hará recados personales, la camarera barrerá y sacará las basuras y el empleado de banca se convertirá en vendedor de seguros y en tratar de engañar a los depositantes. Sólo el que tiene el trabajo más bajo es el que se dedicará a ello en exclusiva, pero de ahí hacia arriba todos hacen otra cosa con la que no pensaban.
El barrendero barrerá y recogerá las basuras todo el día sin llevarse a engaño ni sorpresas, pero el especialista de cualquier trabajo, hará muchos otros que no sabía ni sospechaba que iba a hacer. La trampa es que te dicen que debes ser una persona imprescindible, y para eso hay que hacer de todo.
Hemos volado todo el tiempo sobre el mar. La llegada al aeropuerto de Marsella nos recibe con bastante viento y bastante fresco. Es curioso que en todos los aeropuertos del mundo haga más viento y más frío que en la ciudad, que llueva y nieve más que en las calles. No imagino qué fuerza natural o sobrenatural actúa para que llueva más en el aeropuerto que en la ciudad. Para mí resulta un misterio inescrutable, pero dejemos esto para los amantes de la parapsicología, ufólogos y amigos de lo paranormal, quizás ellos lo resuelvan.
El autobús nos llevará a Aix en media hora. La gare routier está a un paso del centro. Dejamos las maletas en el apartamento y salimos a ver esa gran fuente, llamada popularmente Fuente de la Rotonda, casi un símbolo de Aix por su espectacular tamaño y las figuras que la adornan. Ocupa una gran rotonda al principio de la avenida, antes llamada de las Carrozas (hoy Cours Mirabeau), porque por allí paseaba la clase alta con sus carrozas los domingos, como hacían por la Alameda de Valencia, el siglo pasado. Un gran rastro ocupa buena parte de esa avenida donde se vende de todo, hay músicos callejeros, antigüedades, bisutería, ropa, unos jóvenes dan saltos y piruetas acompañados de música. Salvando la distancia de ocho o nueve siglos, lo que vemos podíamos haberlo visto entonces: mercaderes, músicos, juglares y artesanos vendiendo en las calles que rodean la catedral o el mercado. Sólo faltarían los leprosos y los tullidos extendiendo la mano.
El apartamento es un caserón viejo de tres plantas, en el mismo centro de la villa. Seguramente será posterior a la Revolución, pero no mucho. En toda la calle son igual. Debieron de gastar un par de pinos para hacer la puerta del patio; no he visto otra más robusta y gruesa, y dos kilos de bronce para la aldaba. Pero dentro de la vivienda, los muebles son de Ikea. Todo es de Ikea, hasta los cubiertos, las dos toallas, las cortinas que dan a la calle. Todo es muy básico, dentro del más puro estilo ikeniano. Han sonado unas campanas a las 8:00 de la mañana. Eran las mismas que sonaron ayer. Probablemente son de la iglesia de Saint-Esprit, que está cerca de nosotros. Ya en la calle estuve hablando con el párroco. Iba vestido para oficiar y estaba en la puerta de charla con otras dos personas. Nos hemos presentado. Me dijo que hay culto todos los días, tanto allí como en otras parroquias, que es buena la feligresía, que hay devoción, pero que el Estado no da ni mucho ni poco, sino nada, me dijo riendo.
Por aquello de experimentar, comemos tajín en un restaurante marroquí. El tajín es una especie de caldo con grandes trozos de verduras y carne sin ninguna gracia, acompañado de una especie de sémola que no hace gusto a nada. Todo ello junto, forma una mezcolanza casi desagradable. Estamos sentados en una zona del restaurante donde apenas hay luz y no puedes saber bien qué te estás metiendo en la boca. Yo diría que el tajín es una suerte de cocido mal hecho.
Otro día nos vamos a las afueras de la ciudad donde hay un bonito bosque por donde se puede pasear, es la Forêt de Bouc Bel Air. Se bordea un riachuelo con buenos ejemplares de árboles, prados y plantas de ribera. Comemos en una tratoria italiana una pizza y una ensalada. La cerveza y el cansancio me dejan en la silla sin fuerzas para levantarme.
La crónica de un viaje podría hacerse en base a las comidas que se hacen. Se podría hacer el relato describiendo cada una de las comidas desde que uno se levanta. Podría ser interesante para los gourmets o esas personas que viven para comer o las que, simplemente, les gusta los fogones y quieren descubrir otros platos. Yo no me encuentro entre ninguno de estos, por lo que no busco nada extraordinario, ni doy demasiada importancia al tema, por eso no me detendré en ello. Ya sabemos que hay que comer y en un viaje, lo mismo que en casa, se desayuna, se come y se cena. También se toma una cerveza y un café, es todo. Particularmente, yo disfruto más con una cerveza y un aperitivo que con una comida copiosa o exquisita, y más con un café que con grandes cenas “de las que están las sepulturas llenas”, como dice el refrán.
Aix-en-Provence podríamos titularla la ciudad de los mercados o la ciudad de las fuentes. Hay fuentes por todas partes. Ya las explotaban los romanos. En cuanto a los mercados, casi hay un mercado en cada plaza y se ponen todos los días por la mañana. Por la tarde, la plaza está limpia y despejada como si no hubiera pasado nada. Son mercados grandes al aire libre, con flores, comidas para llevar, aceitunas, fiambres, panes, frutas, verduras y todo lo imaginable en un mercado.
Todo lo que cuento ocurre en el centro de la ciudad o la ciudad histórica, para entendernos. También hay un extrarradio con calles anchas, taxis, hospitales, edificios de oficinas y viviendas dignas. Pero aquí, en este centro histórico de la ciudad, no se ven contenedores de basura, ni a la vista ni enterrados. Las basuras se dejan en bolsas a la puerta de casa o en la esquina hasta que pasa el servicio de limpieza y las recoge. Fruto de ello es que no resulta raro ver alguna rata corriendo, apegada a la pared o cruzando la calle. No obstante, hay mucho y muy buen comercio ocupando todos los bajos de las calles. Boutiques de ropa de marca, de ropa de casa, anticuarios, perfumerías, joyerías y otros locales que sorprenden por estar en esas calles estrechas y viejas, con la basura de un bar vietnamita en la esquina, por ejemplo.
Plazas, fuentes, hornacinas con vírgenes y santos en las esquinas, terrazas con grandes toldos, plátanos gigantes en plazas y avenidas. Calles rotuladas en francés y en occitano, más que nada como rasgo oficial a favor de las lenguas minoritarias, aunque de hecho, nadie lo habla. Creo que el último que lo habló y se encargó de difundirlo fue el poeta, Premio Nobel de Literatura, Frédéric Mistral, provenzano él y amigo de nuestro gran Teodoro Llorente.
Los días aquí, en cuanto al tiempo, transcurren como en Valencia. Estamos a un paso y el mar es el mismo, la vegetación la misma, y el mismo cielo con su sol y su luna mirando y controlando nuestras vidas: ahora toca esto, ahora lo otro. Ahora vete tú, ahora el otro. Son nuestros dioses paganos los verdaderos e implacables. Los más justos, sin maldad ni bondad, dadores de la vida y la muerte.
La última tarde se pasa haciendo tiempo para que llegue la hora de ir al aeropuerto y embarcar. Un café, dos cafés, tres cafés. Tomamos el autobús L40. El avión saldrá a las 20:15. Me pregunto cuánto tiempo pierde la gente esperando en los aeropuertos. Si sumáramos todo ese tiempo serían años de vida perdidos en la espera. El avión va completamente lleno. Los asientos son estrechos para tres personas, pero eso sí, el pasillo es suficiente para que pase el carrito de las bebidas. Llora un bebé al fondo del avión. La azafata se dispone a explicarnos con gestos todas las recomendaciones de rigor para el caso de que nos caigamos al mar. La primera recomendación sería saber nadar y yo no sé. Aunque en realidad no importa. Si nos caemos no quedará nadie. Sería una lástima para ese bebé que tiene toda una vida por delante. Los de la primera fila se llevarían todo el golpe. Serían los primeros en morir. Por contra, y como compensación, pueden estirar las piernas todo lo que quieran. La vida es así de justa e intenta que todo esté en equilibrio.
La llegada a casa, tras una hora de vuelo, supone un alivio. ¡Por fin en casa!, decimos suspirando y pensando que es donde mejor se está. En tu casa tienes tus cosas a mano, tu cama, tu almohada sobre todo, tu rutina. Esta nueva mañana, no sabía exactamente por qué lado tenía que salir de la cama y tuve que centrarme para darme cuenta de donde estaba. Supongo que es una especie de “jet lag”, que se pasa al día siguiente. Entonces, si en casa se está mejor que en ningún otro sitio, y si te vas, no te puedes llevar tu almohada detrás, ni tu cuchara de madera, ni esa cosa que no tiene importancia, pero que cuando no la tienes la hechas de menos ¿por qué salimos de viaje? ¿Por necesidad de hacerlo, por interés cultural, por gusto de ver otros lugares, por salir de la rutina diaria? Quizás por todo ello. Pero entonces ¿por qué esas ganas de volver, cuando una semana te parece que son dos, y quince días no los aguantas? ¿No será como un síndrome de Estocolmo hacia tu propia casa, esa que te encierra y te limita tanto, pero que adoras en todos sus rincones?
Cuando llegas a casa después de un viaje, te das prisa en vaciar las maletas para que todo vuelva a su lugar, para que todo siga como antes y puedas reconocer las cosas conforme las dejaste, incluso esa luz del lavabo para afeitarte, que en ningún hotel es tan perfecta como la de tu casa. Para volver a la lectura tranquila de primera hora de la mañana. Para volver a tus comidas, a tus horas vacías y a tu concurso favorito de la tele. La aventura del viaje está bien antes de emprenderlo, pero después, cuando llega el cansancio, que siempre llega, añoras la rutina de tu casa, lo mismo que Ulises añoraba a su Penélope.







UNOS DÍAS EN AIX-EN-PROVENCE
Hace unos días estuve en Aix-en-Provence, vía Marsella. Lo típico: madrugón, vuelo en Ryanair y apartamento en Aix.
Se trata de una ciudad bastante turística, ya sabéis, la Provenza y todo eso de los campos de lavanda y la Occitania medieval. Pero el centro de la ciudad, sea porque es muy viejo o por la masificación turística, está sucio y algo descuidado, que no me oiga Sophie Joissains, su alcaldesa.
Aunque hay otro pero, en este caso positivo. Aix-en-Provence es la ciudad de las plazas con mercado y de las fuentes públicas.
Todos los días de la semana hay mercados al aire libre en las plazas de la ciudad. Verduras, frutas, flores, comida preparada, fiambres, panes. Un verdadero placer para los sentidos.
En cuanto a las fuentes, ya las explotaban los romanos. Las hay por toda la ciudad, tanto de agua natural como de agua caliente.
El ambiente general del centro de esta ciudad es el de cualquier ciudad mediterránea. Mucho bistró, cafeterías, restaurantes para todos los gustos… En fin, una ciudad de vacaciones, como pudiéramos estar en Málaga, en Denia, en San Antonio de Ibiza, en el barrio del Carmen o en Ruzafa.




LOS SÍMBOLOS RELIGIOSOS EN AIX
En muchas esquinas del centro histórico de Aix podemos ver hornacinas dedicadas a la virgen o a los santos protectores de la ciudad. Nada menos que hay 92, construidas como oratorios desde finales de la Edad Media, que se multiplicaron durante los siglos XVII y XVIII.
Hoy en día hay varias iglesias y lugares de culto en la ciudad.
—En Aix hay devoción y una feligresía que acude con fe cristiana a los oficios católicos, —me comenta el párroco de Saint Jean de Malte.
Como anécdota, conozcamos los actos de posesiones e histeria colectiva ocurridos en Aix-en-Provence a finales del siglo XVII. En estos se vieron involucrados Louis Gaufridi, monje benedictino de la Abadía de San Víctor de Marsella y párroco de Accoules, y las monjas Ursulinas de Aix-en-Provence, quienes declararon haber sido hechizadas por el monje. Gaufridi fue condenado por brujería y quemado en la hoguera el 30 de abril de 1611.
Estos sucesos fueron contagiosos y se trasladaron a numerosos conventos de la Provenza; las monjas tenían tendencia a sufrir extrañas convulsiones, asegurando que estaban poseídas por demonios. Los casos fueron remitiendo conforme aumentaron las penas en la hoguera.
Fueron otros tiempos de locura y barbarie. Pero no nos salvamos; hoy tenemos otros igual de horribles o peores.





RINCONES DE AIX
La región de Provenza, donde se encuentra Aix-en-Provence, tiene como lengua oficial el francés, pero también tiene una lengua regional que es el romance occitano. La verdad es que nadie lo habla, al menos es lo que me dijeron a quien pregunté. No obstante, las calles están rotuladas en francés y en Occitano, aunque más como algo simbólico.
El escudo de la ciudad tiene las cuatro barras rojas porque adoptó el escudo de armas de la Corona de Aragón, de la que fue parte en el pasado.
Ya dije el otro día que las fuentes y los mercados son algo característico de Aix. El Cours Mirabeau es una de sus vías principales. Es un paseo comparable a nuestra Alameda.
En una rotonda hay una fuente enorme con leones y otras figuras de bronce. Es la fuente pública más grande que podamos encontrar. Se llama la Fuente de la Rotonda y fue erigida en 1860.
Grandes plátanos escoltan los márgenes de esta bonita alameda donde los fines de semana ponen un rastro de antigüedades. Lástima que no llevase el bolsillo preparado.





ÚLTIMA JORNADA EN AIX
También hubo solaz y esparcimiento, pues para eso viajamos: para aprender y para disfrutar. Hubo comidas, cervezas y cafés, ¡cómo no! y me arranqué en un baile callejero. No pude resistirme. Lo siento por aquellos que me creen tan serio como para hacer algo así, pero la música me llama y aunque no sé moverme bien, al menos doy el paso. No hay nada como experimentar y no cortarse, que la vida son dos días nada más.