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Cultura y comunicación

Víktor Ferrando, el Gran Performer

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Una proclama airada de Fernando Bellón

Fotos de Angel Rosique

Si alguien me pidiera una respuesta rápida y contundente sobre la naturaleza creadora de Víctor Ferrando diría que es un escultor performer.

Los viajeros que transitaban el miércoles 31 de octubre por la Estación del Norte de Valencia no habrían dudado en calificarlo así, si alguien les hubiera dicho que el tipo enmascarado, con indumentaria japonesa y espada “aido” en mano, era el autor de las piezas ancladas al pavimento como llamas de hierro.

El fotógrafo Angel Rosique ha sido el testigo digital de la performance. Experto manipulador de cámaras sofisticadas, ha conseguido unas instantáneas visiblemente preparadas, pero coherentes con la pasión dramática de Ferrando. Es claro que no cualquier fotógrafo es capaz de destacar el alma exhibicionista de este escultor de Calpe, que sueña en sus gestos con volar por encima de los continentes en sus aparatos monstruosos, más como un planeta que como un satélite artificial. Rosique tiene experiencia y talento para sacarle partido a Ferrando.

Pero Ferrando, por sí mismo, está preparado para conmover al mundo.

A mí me sorprende que todavía no lo haya conseguido.

Víktor Ferrando lleva siete años haciendo esculturas. Carece de formación académica. Y la edad a la que empezó a crear con hierro y soplete está lejos de la de los jóvenes artistas emergentes. La emergencia de Víktor es brutal, sólida, imposible de ignorar. Porque él quiere darse a conocer, quiere ser aceptado, respetado por un mundo al que nunca ha pertenecido, el mezquino universo del arte convencional, que premia a los creadores afortunados o lameculos, les sitúa en el mercado y les resuelve la vida de bienal en bienal, con sus churros, o sus fantasías, o sus genialidades.

Ese mundo no quiere reconocer a Víktor Ferrando.

Yo no entiendo a este capitalismo salvaje de nuestros días. Empeñado en hacer saltar las tuercas del mundo, en traspasar los límites de la estabilidad medioambiental, en explotar los recursos financieros de nuestros bolsillos (en otras palabras, en robarnos a los pobres ciudadanos). En Víktor tienen un héroe de la voluntad. Y lo ignoran.

Si yo fuera dueño de una industria o de un banco, y me tropezara con estas esculturas de Víktor, pediría a mi secretaria que lo buscara de inmediato, y le contrataría con un sueldo suculento, para que realizara esas piezas siderales para mí y mi empresa. Le exhibiría por todos los continentes donde mi negocio tuviera subsidiarios, y estrujaría al máximo su capacidad creadora. En mi exclusivo beneficio.

Pero, no. Víktor se quema las cejas con acetileno al rojo, se rompe los cuernos con sus cacharros ferroviarios, se pega trompadas desde un tejado, se gasta y se desgasta, y la maldita esfera del arte le dedica un mohín.

Esto es injusto, es inmoral, es atroz. Tan cruel, que puede que llegue el día que Víktor, en un rapto de ira, se cisque en todo y haga una de estas dos cosas: dedicarse a hacer negocios según la meritoria tradición familiar, o abjurar del Establecimiento e iniciar una carrera popular con sus planetas y cometas, que arrase con la mezquindad que domina y gobierna la brillantemente sucia esfera del arte.

A mí, Víctor, me sigue pareciendo un hombre admirable. Su exposición en el vestíbulo de la Estación del Norte de Valencia está instalada hasta mediados de noviembre.

 

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